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Text
�Belgrano
El huérfano de Mayo
Horacio A. López
�Título: Belgrano. El huérfano de Mayo
Selección: Horacio A. López
Primera edición
Instituto Movilizador de Fondos Cooperativos C. L.
Corrientes 1543 (C1042AAB) Buenos Aires – Argentina
www.imfc.coop
Director Editorial: Javier Marín
Diseño: Clara Batista
Arte de tapa: Ernesto Pereyra
© 2020 – Desde la Gente – Instituto Movilizador de Fondos Cooperativos C. L.
Hecho el depósito Ley 11.723
Libro de edición argentina
López, Horacio A.
Belgrano : el huérfano de Mayo / Horacio A. López. - 1a ed . - Ciudad
Autónoma de Buenos Aires : Desde la Gente, 2020.
128 p. ; 20 x 14 cm.
ISBN 978-950-860-316-6
1. Narrativa Argentina. 2. Novelas Históricas. I. Título.
CDD A863
Este libro se terminó de imprimir en junio de 2020 por GS Gráfica
Charlone 958, Avellaneda, prov. de Buenos Aires, Argentina
295
�Belgrano
El huérfano de Mayo
Horacio A. López
��a Nico
��Sepan que hallo más admirable
más imponente,
más misterioso y grande
un hombre al que le impiden avanzar,
un hombre al que se carga de cadenas.
Nazim Hikmet, Microcosmos
Yatasto
En la antigua posta del camino real junto al río Yatasto,
en una tarde esplendorosa de sol y clima grato, desmontó
a la sombra de un quebracho colorado. Mientras iba al encuentro de Pueyrredón para recibir el mando de un ejército
diezmado y agónico, se preguntó por qué había aceptado el
cargo de General en Jefe del Ejército Auxiliar del Norte.
Dejó su cabalgadura en manos de un asistente mientras en
los árboles zureaban las palomas en un coro de bienvenida.
“Lo mismo me pregunté cuando acepté ponerme al frente
de la Expedición al Paraguay, aunque entonces las razones eran la Patria y las demandas de Moreno cuando el
gobernador del Paraguay, Bernardo de Velazco, envió sus
milicias sobre Corrientes”. Las respuestas seguían siendo
las mismas y Belgrano las sabía: ya no existía Mariano Mo-
[7]
�reno pero subsistían las necesidades de la Patria. “La revolución agoniza en el norte”, le dijeron y él lo creía. La razón
de la Patria la entendía y le surgía sin necesidad de que se
la dijeran, aunque no comprendía por qué en su momento
no había pensado la Junta en un militar veterano. “De confianza revolucionaria no lo tenemos, Manuel”, le respondió
Mariano cuando se lo preguntó. No estuvo de acuerdo. La
razón de nombrarlo al frente de la expedición al Paraguay
por haber hecho la experiencia militar durante las invasiones inglesas a Buenos Aires le resultaba ridícula…
Pensó: “Cuando entró el general Beresford en Buenos
Aires, con mil cuatrocientos y tantos hombres en 1806, entonces hacía ya diez años que yo era capitán de milicias urbanas, más por capricho que por afición a la milicia; no me
había preocupado de aprender algo del arte militar durante
todo ese tiempo”.
Días antes de la aparición de los ingleses el virrey Sobremonte le había pedido que formase una compañía de
caballería de jóvenes vinculados al comercio, para lo cual le
daría oficiales veteranos para la instrucción. Belgrano los
buscó pero no los encontró porque era mucho el odio de
los jóvenes a la milicia española en Buenos Aires. Nadie
quería arriesgarse con los “colorados” acercándose. Manuel
recordaba mientras iba caminando al encuentro de Pueyrredón: “Cuando se tocó la alarma general, conducido por
el honor volé a la Fortaleza; allí no había orden ni concierto en cosa alguna, como debía suceder en grupos de
hombres ignorantes de toda disciplina y sin subordinación
[8]
�alguna; allí se formaron las compañías, y yo fui agregado a
una de ellas, avergonzado de ignorar hasta los rudimentos
más triviales de la milicia”. La intención de resistir estaba,
pero el resultado fue desastroso, más allá de algunas escaramuzas dispersas, y Beresford terminó apoderándose de
Buenos Aires.
“Nunca sentí más ignorar los rudimentos de la milicia.
Todavía fue mayor mi incomodidad cuando vi entrar las
tropas enemigas y su despreciable número para una población como la de Buenos Aires. Para no tener que subordinarme al invasor huí a la Banda Oriental y recién regresé
cuando nos liberamos de los expresados enemigos.
“Mis paisanos, creyendo hacerme un favor que no merecía, me eligieron sargento mayor. En este estado y por
si llegaba el caso de otro suceso igual al de Beresford, u
otro cualquiera, de tener una parte activa en defensa de mi
patria, tomé un maestro que me diese alguna noción de
las evoluciones más precisas y me enseñase por principios
el manejo del arma. Todo fue obra de pocos días: me contraje como debía, con el desengaño que había tenido en la
primera operación militar, de que no era lo mismo vestir el
uniforme de tal, que serlo.
“Tomé con otro anhelo el estudio de la milicia y traté
de adquirir algunos conocimientos de esta carrera, para mí
desconocida en sus pormenores; mi asistencia fue continua a
la enseñanza de la gente. He aquí el origen de mi carrera militar, que continué hasta la repulsa del ejército de Whitelocke
en el año 1807, en la que hice el papel de ayudante de campo.
[9]
�“¿Y a Moreno le pareció eso suficiente como para que yo
comandara la Expedición al Paraguay, y ahora al Triunvirato
le parece valioso antecedente como para que me haga cargo
del Ejército Auxiliar del Norte? ¿Estaré aquí por descarte?
¿O quieren seguir teniéndome lejos de Buenos Aires?”
Ya Pueyrredón se preparaba para darle un gran abrazo.
Estaba a pocos metros de él y decidió desechar, por ahora, sus pensamientos. Todo estaba en quietud ante la tropa
formada. Belgrano caminaba al encuentro de Pueyrredón
y de su destino y solo un perro vagabundo, rengueando, lo
seguía como queriendo escoltarlo ante la aparente falta de
voluntad de hacerlo de sus propios soldados.
Sonrió a Pueyrredón, quien se encontraba bajo el alero
sostenido por horcones, y fue derecho al abrazo. Era el 26
de marzo de 1812.
Pueyrredón le entregaba los restos del ejército sobreviviente del desastre de Huaqui, compuesto por hombres
desmoralizados, sin disciplina, con pocas armas. Belgrano
imaginó el trabajo que le aguardaría en Salta, donde pensaba acantonarse… Sabía que el Alto Perú venía sublevándose históricamente desde Túpac Amaru y Túpac Catari, hasta quienes fueron sus continuadores, los indianos y
mestizos que lograron el primer grito de independencia
allá en Chuquisaca. O sea que había antecedentes de rebeliones contra el poder establecido. Eso podría ser un factor
a favor en cuanto al reclutamiento entre la población.
Por el lado realista, el virrey del Perú, Abascal, le había
dado órdenes precisas a quien promoviera a general en jefe
[ 10 ]
�del ejército expedicionario, José Manuel Goyeneche, de
posesionarse del Alto Perú.
En Salta
Belgrano asentó el grueso del ejército en la localidad
de Campo Santo, a menos de cincuenta kilómetros de la
ciudad de Salta; él y su Estado Mayor se instalaron en la
capital. Campo Santo era un lugar ideal para que la tropa
realizara los ejercicios necesarios para adquirir aptitud para
el combate. Utilizó barracas allí instaladas para dormitorio
de oficiales y depósitos de armas, pertrechos y forrajes. La
tropa dormía en sus carpas y para la caballada se construyeron corrales adecuados. La ciudad de Salta era conveniente
para las comunicaciones, envíos y recepción de chasquis con
informaciones, organización de la logística, fabricación de
piedras de pedernal para las llaves de chispa de los fusiles,
balas esféricas y botes de metralla para los cañones; y lo principal, el reclutamiento de voluntarios para nutrir al ejército.
Salta era una pujante ciudad colonial del norte del virreinato. El Cabildo, símbolo del poder, había sido construido en 1626. Era un edificio majestuoso de dos pisos,
con muchos arcos y galerías en cada piso, una torre y un
amplio patio interior. La base principal de su economía era
la venta de mulas para la insaciable actividad minera en el
cerro Potosí, ganado vacuno y el forraje necesario. También
existían importantes casas comerciales, artesanos del trabajo en plata y la industria del tejido: ponchos, fajas, frazadas.
[ 11 ]
�En ese enclave en el norte asentó su Ejército Auxiliar Manuel Belgrano.
Instalado en una hermosa casona del centro de Salta, leía
en su despacho los informes que había solicitado sobre el estado de las fuerzas que comandaba. Cada tanto miraba por el
ventanal preocupado por la lluvia que arreciaba; se preguntaba
si en Campo Santo todo el ejército estaría guarecido, ya que
sabía que no contaban con carpas para todos. Lo tranquilizaba
pensar que su segundo, Eustoquio Díaz Vélez, habría tomado
cartas en el asunto, ya que juntos habían comentado el tema al
visualizar allí unos barracones comerciales que podrían servir
para alojar a parte de sus hombres.
El informe que leía mostraba un resultado calamitoso:
su tropa sumaba unos mil quinientos hombres, de los cuales
dos tercios eran de caballería y solo seiscientos contaban con
armas de fuego. No todos sus oficiales poseían sables y los de
a caballo portaban lanzas como armas principales. Ni hablar
de los uniformes, casi inexistentes. Tenía muchas dificultades
que encarar: reorganizar a los oficiales, disciplinar la tropa
y dotarla de aptitud de combate, conseguir pertrechos, alimentos y forrajes. Le había escrito a Rivadavia: “¿Se puede
hacer la guerra sin gente, sin armas, sin municiones, ni pólvora siquiera? Usted me ha ofrecido atender a este ejército; es
preciso hacerlo y con la celeridad del rayo, no por mí, pues al
fin mi crédito es de poco momento, sino por la patria”.
Golpearon la puerta del despacho y entró el teniente
Tobías Cabrera, uno de varios ayudantes todo oficio del
general.
[ 12 ]
�–Se encuentra aquí el teniente coronel von Holmberg
–informó el teniente–. Dice que tiene una audiencia con usted.
A Belgrano se le iluminó la mirada. Estaba esperando
la llegada de ese personaje. Mientras lo aguardaba, tomó de
su portapliegos la carta del gobierno en la que se designaba
al alemán von Holmberg para revistar en su cuadro de oficiales. Toda incorporación era bienvenida en esa situación
de pobreza de recursos con que contaba.
–¡Teniente coronel! Es un placer conocerlo.
Von Holmberg se cuadró y saludó militarmente a su
superior. Era un hombre corpulento, de tez rosada, pelo
rubio y patillas profusas del mismo color que le llegaban
hasta el mentón.
–El placer es mío, mi general; más aun con esta posibilidad de estar a las órdenes de una personalidad como la suya.
–Deje los cumplidos de lado, teniente coronel. Aquí somos todos combatientes por la libertad. Siéntese, por favor.
–Precisamente poder luchar por la libertad me decidió
a venir a América.
Holmberg era uno de los tantos europeos que abrazaban la causa de la república en contra de la monarquía absoluta y que no dudaban en ponerse al servicio de la lucha
por la independencia para conseguir tal objetivo en cualquier región que se diera.
–Aquí tengo su legajo –dijo Belgrano mientras hojeaba
el despacho del gobierno central–. Antes que nada, ¿cómo
debo llamarlo? ¿Barón Von Holmberg, Barón Eduardo de
Holmberg?
[ 13 ]
�–En esta, mi nueva patria, los títulos nobiliarios son
parte del pasado, según tengo entendido. Mi nombre es
Eduardo Kaunitz, pero puede llamarme Holmberg a secas.
La respuesta del austríaco satisfizo al general.
–Llegó hace poco a Buenos Aires, leo.
–Llegué en la fragata George Canning a principios de
marzo, junto a otros altos oficiales criollos que vienen también a ponerse al servicio de la independencia: el teniente
coronel San Martín, los alférez Carlos de Alvear, Matías
Zapiola, y algunos más.
–¡Qué importante que oficiales compatriotas formados
regresen para sumarse a nuestra causa! –Siguió leyendo el
legajo–. Son antecedentes muy calificados para nuestro entorno: participó en las guerras napoleónicas, revistó en las
tropas del Ducado de Berg y luego en las Guardias Valonas
de España. Vuestra especialidad es la Artillería, ¿es así?
Holmberg lucía en el cuello de su casaca las insignias de su
arma: dos cañones cruzados, detalle que no escapó a Belgrano.
–Y también la planificación estratégica –agregó Holmberg.
–¡Perfecto! Será de mucha utilidad. En Artillería contamos apenas con dos cañoncitos, podrá asesorarnos y prepararnos, pero en lo segundo me resultará indispensable.
Manuel tomó una caja de su escritorio que contenía
cigarros de hoja y le convidó a su visitante.
–Gracias general –dijo Holmberg aceptando uno.
–Son de La Habana. Me los envía una querida amiga
desde Buenos Aires. No sé cómo los consigue.
Belgrano entendió que tenía ante sí a un militar expe-
[ 14 ]
�rimentado. Se explayó sobre la necesidad de inculcar en la
tropa el orden militar y la disciplina, bastante deteriorados.
Pero agregó temas pendientes que deberían encarar con
cierta urgencia: el establecimiento de un hospital, un tribunal militar, un cuerpo destinado a la garantía de las provisiones, una compañía de reconocimiento y la fabricación de
municiones y vestuarios.
–Contad conmigo, general. Necesito me destine un
oficial por cada especialidad a organizar y dos soldados por
cada una de ellas.
Belgrano hizo llamar a su edecán, Francisco Pico, para
que fuese el facilitador de las exigencias de Holmberg.
Compromiso y organización
Departieron e intercambiaron opiniones y pareceres
hasta bien entrada la noche. Cuando se retiraron Holmberg
y el teniente coronel Pico, recién entonces Belgrano se dio
cuenta de que estaba realmente cansado. Por suerte había
dejado de llover y la noche fresca invitaba al sueño. Hacía
más de dos días que no dormía en una cama varias horas
seguidas (se había acostumbrado a dormitar montado en
su caballo al paso, en hamaca e incluso en jergón en algún
rancho en la campaña) y su cuerpo enfermo comenzaba a
pasarle cuentas: el paludismo contraído en Paraguay era el
culpable de las fiebres que cada tanto lo acosaban. A pesar
del cansancio, de las sábanas limpias que le consiguiera el
teniente Cabrera –no se sabía bien dónde las había conse-
[ 15 ]
�guido–, y de la frescura de la noche, no pudo dormirse. Su
mente era un torbellino de imágenes, potenciadas por la fiebre, que se turnaban en aparecérsele en mezclas confusas,
para darle noticias sobre su realidad, su pasado y su futuro.
Su realidad le indicaba que el destino próximo era enfrentarse con el enemigo; urgía el tiempo para llegar a ese momento
con el Ejército Auxiliar del Norte preparado adecuadamente
para ese desafío; sobre sus espaldas sentía la carga de la defensa de la revolución. La posibilidad de la derrota le producía un miedo recurrente. Entre las imágenes del pasado se
disputaban la primacía aquellas plácidas de sus estudios en
España y la labor tranquila en su escritorio del Consulado en
Buenos Aires con las del caos durante las invasiones inglesas
y las vicisitudes de su paso por Paraguay. La imagen más
fuerte de ese pasado era la de la Revolución de Mayo, razón
de ser de su compromiso actual y de la ofrenda total de su
vida a esa causa. Él había tenido una participación activa en
los sucesos de Mayo. Recordaba cuando estaban exigiendo
un Cabildo abierto para discutir quién debía detentar el poder: llegado el caso de que los españoles no accedieran, él
era el encargado de avisar a los jóvenes “chisperos” para que
tomaran por asalto el edificio. Esa imagen, él agitando un
pañuelo desde un balcón, se presentaba insistente junto a la
estampa de Mariano Moreno, su amigo y compañero de lucha desaparecido, posiblemente asesinado en alta mar, según
le dijeran morenistas amigos, ante cuyo recuerdo renovaba
su juramento revolucionario y el compromiso de continuar
profundizando esa revolución. No se podía claudicar has-
[ 16 ]
�ta que él y demás revolucionarios completaran la obra de
Moreno y hasta derrotar definitivamente a los vacilantes, los
indecisos, y a los que no querían la independencia.
La imagen del futuro, en ese estado entre la vigilia y el
sueño, era un campo de batalla entre el fuego y el humo de la
metralla, con sus enemigos Goyeneche y Tristán riéndose de
él, atendiendo una batería; propiamente una pesadilla. Cuando el sol comenzó tibiamente a mostrarse, recién se durmió.
Al día siguiente, con un sol diáfano que auguraba un
día caluroso, y que iba secando el agua caída durante la
noche, se continuó con el reclutamiento de combatientes
entre los naturales y los hijos de criollos de la región. Esto
estaba a cargo del coronel Aráoz de Lamadrid, quien recibía una inestimable ayuda de Martín Miguel de Güemes.
Este caudillo salteño, además de coordinar con el Ejército
sus operaciones de guerrillas, proveía al mismo de combatientes y, lo más valorable, de guías de la zona, baquianos
que eran verdaderos mapas vivientes que servían para el
desplazamiento de los destacamentos patriotas.
Estar allí, para Manuel, junto a sus oficiales encargados
de ese reclutamiento, saludando a los jóvenes y paisanos
maduros que se iban incorporando, le insuflaba una energía que era un bálsamo para su espíritu atormentado. A los
nuevos reclutas, viejos o jóvenes, recibir un apretón de manos del general Belgrano, a quien conocían o adivinaban,
les producía un sentimiento de orgullo.
Belgrano no perdió tiempo: estructuró el ejército en
divisiones a cargo de un solo jefe y compuestas, a su vez,
[ 17 ]
�por dos regimientos cada una. También reformó el Estado
Mayor y la Intendencia del Ejército. Si esa fuerza no se
parecía a un Ejército como Dios manda por sus chaquetas
y pantalones hechos harapos, por calzar usutas en lugar de
botas, o simplemente andar a pata, por casi no usar morriones militares sino gorras coyas de lana, sombreros paisanos
de ala, o nada, por portar machetes, cuchillos o lanzas en
lugar de fusiles y espadas, al menos se asemejaría por el orden, encuadre y desplazamiento de sus formaciones. Con el
tiempo haría comprar a los sastres de maestranza cordillete
blanco de lana; mandaría a hacer para todos pantalones y
ponchos que reemplazaran las bombachas, y chaquetas que
sirviesen al menos para abrigar.
Combatir la contrarrevolución
Belgrano caminaba furioso por su improvisado despacho en la casona de Salta. Tenía en sus manos el informe
solicitado sobre las actividades contrarrevolucionarias en la
ciudad. Era consciente de que tan importante era afianzar la
revolución como combatir la contrarrevolución, que siempre rebrotaba como una peste. Tenía información del plan
fracasado contra el gobierno de Buenos Aires que habían
encabezado Martín Álzaga y el cura Fray José de las Ánimas. El escarmiento fue ejemplar. Ambos fueron colgados
junto a sus principales esbirros en la Plaza mayor. Así había
que actuar. Y Belgrano sabía que las fuerzas en contra de la
revolución todavía eran muchas y estaban en todas partes.
[ 18 ]
�Belgrano. El huérfano de Mayo
Ni bien las fuerzas patriotas llegaron a Salta los criollos
les informaron sobre los españoles que actuaban contra la
Patria. Esos realistas, constituidos en una red conspirativa,
se habían animado a ir un paso más allá de acercarle a Goyeneche el estado de situación y número de tropas del Ejército del Norte: se valieron de indígenas que les respondían
para incendiar depósitos de forrajes, inutilizar carruajes o
robar caballada. Eso ya no se podía tolerar. Belgrano tenía
que actuar con firmeza, como actuara la Junta en Buenos
Aires contra Martín Álzaga y como actuara su primo y
amigo Juan José Castelli cuando no titubeó en hacer cumplir la orden de Moreno que Ortiz de Ocampo no se animara a cumplir: fusilar en el Monte de los Papagayos, en el
sur de Córdoba, a Santiago de Liniers, junto con los demás
jefes de la resistencia: Juan Gutiérrez de la Concha, brigadier de la Armada; Santiago Allende, coronel de milicias;
Joaquín Moreno, oficial real; y algún otro. Solo salvó su
vida el obispo Orellana debido a su condición sacerdotal.
El pelotón que arcabuceó a los contrarrevolucionarios fue
dirigido por el coronel Domingo French. “Seguro que a
French tampoco le habrá temblado el pulso”, pensó.
Lo más trágico era constatar que muchos indígenas seguían defendiendo la causa del Rey de España, oponiéndose
a la independencia. Tenía que ver cómo convencer a esos pueblos originarios de los beneficios de la revolución. “Tendría
que hacerles leer el Reglamento de los Pueblos Misioneros
que decreté en Paraguay”. Recordó: “Restituir los derechos de
libertad, propiedad y seguridad de que habéis estado privados
[ 19 ]
�por tantas generaciones sirviendo como esclavos… Quedan
habilitados para participar de los empleos públicos, civiles,
políticos, militares y eclesiásticos… los naturales tendrán gratuitamente propiedades de la tierra y se los exceptúa de pagar
gabela… Nombrarán un diputado al Congreso natural…”
El problema era cómo hacer que esas propuestas llegaran
al conocimiento de las mayorías indígenas. Rememoró cuando Castelli hizo leer una proclama ante los indios en las ruinas de Tiahuanaco el 25 de mayo de 1811, haciéndola escuchar en quechua a la multitud reunida, sobre los derechos que
la revolución les restituía y reconocía. Eso fue efectivo pues
mostró las intenciones reales del gobierno revolucionario.
Volviendo al problema que tenía con los agentes de los
realistas, también tenía que desenmascarar a los libelistas que
difundían que los patriotas eran herejes enviados por el Diablo. Belgrano destacó un grupo para que desenmascarara a
los subversivos, valiéndose de la información de la población.
Lamadrid jugó un papel importante en esto ya que conocía a
la mayoría de la clase acomodada. Ahora tenía en sus manos
el informe final, con los nombres de los principales cabecillas. Convocaría al Tribunal Militar, recientemente formado
con la ayuda de Holmberg, para juzgar a los responsables y
brindar un claro ejemplo a la población de firmeza por parte
del Ejército patriota. Le ordenó a su edecán, teniente coronel
Pico, que hiciera detener a los conspiradores comprobados y
que comenzara a funcionar la justicia revolucionaria. No le
temblaría el pulso para firmar fusilamientos y expulsiones si
el tribunal así lo entendía.
[ 20 ]
�La cuestión que más lo enfurecía era que estaba comprobado que uno de los cabecillas de esa red era el Obispo de la ciudad. Nicolás Videla del Pino, así se llamaba ese
cordobés, se había mostrado partidario de la Revolución de
Mayo mientras la Primera Junta gobernó en nombre del
rey Fernando VII. Cuando se percató de que el gobierno se
oponía a las autoridades nombradas desde España, se alió a
los realistas que operaban en el Alto Perú. Le llegó a Manuel
la información de que Videla del Pino había avalado y hecha
suya la excomunión que el arzobispo de Charcas decretara
para todos los patriotas. Esa sanción religiosa era un arma
formidable que operaba sobre la población civil, empujándola en contra de la revolución.
“Hay curas revolucionarios”, pensó Manuel, “pero los
que son monárquicos son más duros que una piedra mordida”. Recordó cuando en Paraguay discutió con el Capellán
del ejército paraguayo José Agustín de Mols y le dijo: “No
he venido a conquistar al Paraguay, sino a auxiliarla, para
que valiéndose los hijos de ella de las fuerzas de mi mando,
recobrasen sus derechos sustraídos por los españoles europeos violentamente, y para que hagan un Congreso general
libremente, y elijan un diputado”. El Capellán rechazó la
ayuda ofrecida y expresó que deseaba seguir dependiendo de
España. “Otra piedra mordida”.
Manuel hubiera hecho fusilar al Obispo de Salta, pero
la adhesión de la población a la religión era muy fuerte, y
no era cuestión de que una medida punitiva desmedida le
pusiera en contra a más pobladores. Lo adecuado era ex-
[ 21 ]
�pulsarlo, que se fuera con los enemigos de la revolución y
a otra cosa.
Hizo sonar la campanilla. Apareció enseguida el teniente Cabrera.
–Tobías, siéntate –lo invitó el general–; tengo que encomendarte una misión.
Le expuso sobre las actividades contrarrevolucionarias
que asolaban la ciudad y la región. Fue directamente a lo
que necesitaba de él:
–Quiero que te apersones frente al Obispo, le entregues esta misiva, en la que le doy veinticuatro horas para
que se retire de Salta, so pena de encarcelamiento si no
cumple con mi decisión. Y tú te encargas de que esa resolución se cumpla: te vuelves a presentar al día siguiente y
verificas si el señor obispo cumplió o no.
El general le hizo entrega de la carta dirigida al cura.
Agregó:
–Quiero que muchos se enteren de esto. Por lo pronto
llévate un pelotón contigo, así lo verán muchos y se preguntarán qué pasa.
Tobías Cabrera se retiró a cumplir la orden impartida. Lo
primero que hizo fue convocar al suboficial que tenía a cargo,
el sargento Ismael González, quien además de cumplir tareas
como ayudante del teniente, tenía una sólida amistad con el joven oficial. Era un típico suboficial chusquero. El sargento se
presentó y Tobías lo puso al tanto. Era un criollo fornido, de
pelo renegrido y tez oscura; seguramente tenía ascendencia indígena en sus venas. Unos gruesos bigotes le daban un aire de
[ 22 ]
�gaucho auténtico. Había nacido y crecido en Entre Ríos.
–El general –completó Tobías– quiere que hagamos
una demostración de poder delante del Obispo, así que
moviliza unos diez hombres que porten fusiles.
La aclaración de que los hombres debían portar fusiles
era porque no todos los que revistaban en el Ejército tenían
armas de fuego; la mayoría se arreglaba con un machete o
una lanza. Alguno de esos hombres tuvo que pedir prestada la chaqueta del uniforme, además del fusil. Así de precaria era la realidad que padecían.
–Los quiero aquí en una hora.
El pelotón, comandado por Cabrera, se presentó en el
Obispado. Lo hicieron pasar a un saloncito que olía a sacristía y vetustez. Tobías tuvo, al principio, dificultades para
que el Obispo se apersonara; no quería entregar la misiva
de Belgrano a un colaborador del cura. Ante la insistencia
del teniente, lo hicieron pasar a una pequeña dependencia
lateral a la nave principal de la iglesia, y allí se hizo presente
el Obispo Nicolás Videla del Pino. Era un hombretón gordo y colorado. Leyó la nota, y mientras lo hacía su rostro
mudaba al color rojo intenso. No pudo ocultar su indignación. Le contestó al teniente:
–¡Dígale a su general que es un reverendo hijo de puta!
–Lo que le digo yo a Su Señoría es que si mañana a
esta hora todavía se encuentra aquí, yo mismo lo llevaré
preso. ¡Buenos días!
Tobías dio media vuelta y se retiró. Alineó a sus hombres en formación y regresó a paso marcial. Los pobladores
[ 23 ]
�que circunstancialmente andaban por el lugar, entendieron
que el cura se había metido en problemas.
Al día siguiente el teniente Cabrera tenía que verificar
si el cura había cumplido con la orden de Belgrano. Fue en
busca del sargento González; este estaba en el barracón del
patio de la casona que Belgrano usaba de vivienda y despacho, enseñándole al indio Luriel, guaraní veterano de la
expedición al Paraguay, a jugar a las cartas, mientras en una
olla de tres patas terminaban de cocinar mazamorra. No
les dijo nada dado que estaban de reserva, a su disposición
para cumplir cualquier orden del jefe, y mataban el tiempo
como podían mientras no los convocaran.
–Teniente –dijo el sargento González–; llega justo para
comer una rica mazamorra.
–Sargento: Gracias. Coman rápido su mazamorra y
prepare el batallón que usamos ayer, que vamos a ir de nuevo a visitar al señor Obispo.
El pelotón armado encabezado por el teniente Cabrera
se hizo nuevamente presente en la iglesia. La misma, al
igual que las instalaciones complementarias, estaba vacía.
Un indio viejo que se dedicaba a la limpieza en la iglesia le
dijo al teniente:
–No se moleste en buscar al señor Obispo. En la madrugada él y todos sus curas se fueron de la ciudad.
–Nos resolvió un problema –le dijo Cabrera–. Si no
se hubiese ido lo llevaríamos preso por conspirar contra la
Patria. Hágaselo saber a los feligreses.
[ 24 ]
�Regresaron ostentosamente, marchando y haciendo
sonar un tambor que el teniente había hecho traer adrede,
para que todos se enterasen de que habían visitado la iglesia. El pueblo ya estaba enterado de la huida del obispo y
demás curas. Damas paseando envueltas en mantillas y batiendo sus abanicos, algunas de cesta al brazo, comerciantes
y artesanos ocupados en sus asuntos, obreros transportando enseres y barriles, indios, hasta algún negro vagando por
la ciudad, y soldados de permiso paseando o entrando y saliendo de cantinas, observaron esa marcha marcial y entendieron que las medidas contra los traidores iban en serio.
La red conspirativa comenzaba a desarmarse. Ahora
el problema era conseguir nuevos curas que atendieran los
servicios de la Fe.
Mientras tanto el ejército lentamente iba tomando forma, en esa Salta calurosa y lluviosa. Los carros aguateros
en Campo Santo no descansaban yendo de las carpas a
los barracones. Las chicharras amenizaban con sus cantos
monocordes esas tardes de puro sol.
El factor inquietante en la preparación militar era el
tiempo y eso a Belgrano lo desvelaba.
Juana Azurduy
Cuando Manuel Ascencio Padilla y su esposa Juana
Azurduy se enteraron de la asunción del nuevo jefe del
Ejército Auxiliar del Norte, no dudaron en ir a ponerse a
sus órdenes.
[ 25 ]
�El matrimonio había participado del proceso revolucionario que tuvo como centro a Chuquisaca, donde el
25 de mayo de 1809, exactamente un año antes que en
Buenos Aires, las fuerzas militares al mando del coronel
Juan Antonio Álvarez de Arenales, español que abrazara la
causa sudamericana, destituyeron al Presidente de la Real
Audiencia de Charcas, Ramón García de León y Pizarro.
La Audiencia quedó con el mando civil y Arenales con el
militar. Padilla y Azurduy asolaron la región de Charcas
comandando un grupo de indígenas a caballo, partiendo
desde el norte de Chuquisaca hasta las selvas de Santa
Cruz, abarcando las ramificaciones de la cordillera de Los
Frailes y las sierras de Carretas, Sombreros y Mandinga.
Pudieron escapar a la represión desatada por el brigadier
Vicente Nieto, enviado a la región por el virrey del Río de la
Plata Baltasar Hidalgo de Cisneros. A partir de 1811 se ligaron al Ejército Auxiliar del Norte y recibieron, en distintos
momentos, a los jefes revolucionarios Castelli, González Balcarce y Díaz Vélez en las haciendas de Yaipiri y Yurubamba.
Después de la derrota de Huaqui el ejército realista al mando
del traidor americano Goyeneche recuperó el territorio del
Alto Perú. La represalia hacia los Padilla fue la confiscación
de sus propiedades, ganados y cosechas. Juana Azurduy y sus
cuatro hijos fueron apresados; Padilla logró luego rescatarlos
y se refugiaron en las alturas de Tarabuco, pequeña localidad
de la provincia Yamparáez, cuna de la cultura Yampara.
Juana y su compañero, Manuel Ascencio Padilla, se
presentaron ante Belgrano en el campamento militar de
[ 26 ]
�Campo Santo, justo cuando la infantería estaba realizando
ejercicios de desplazamientos en medio de una tormenta
de viento y tierra que casi no dejaba ver a pocos metros.
Cada regimiento practicaba los distintos movimientos que
se podían implementar durante el combate o la marcha. Se
movían soldados, suboficiales y oficiales de menor graduación en una masa oscura semejante a una víbora gigante
desplazándose, que es lo que realmente parecía oculta por
la tierra que volaba. Se escuchaba claro el resollar de los
caballos y las órdenes de los oficiales.
Belgrano estaba presenciando los ejercicios cuando llegaron los Padilla. Impactó en el general la prestancia de esa
mujer. No dejó de mirarla mientras desmontaba frente a su
tienda de campaña: iba vestida con un pantalón de bayeta
blanco, sujetado con una faja indígena multicolor, chaquetilla azul y gorro frigio rojo con una pluma azul y blanca. Su
compañero vestía como un paisano común de aquellos lares.
–General –dijo ella ni bien se plantaron frente a Manuel–: Venimos a ponernos bajo sus órdenes para defender
la revolución y combatir al enemigo.
Belgrano concluyó que era una mestiza, por el color
de su piel. Tenía cabellera renegrida al igual que sus ojos
penetrantes y una voz ronca y potente.
–Es un honor recibirlos y aceptarlos –respondió Manuel–. Estoy informado de vuestras acciones, por cierto
tan importantes para nuestra causa. Vuestro aporte vendrá a fortalecer a este ejército que, como apreciarán, adolece aún de muchos atributos para la guerra.
[ 27 ]
�–La guerra se hace como se puede y con lo que se tiene
–aportó Padilla.
–Así es y por eso no nos quejamos. Por favor, pasen a
este humilde despacho de campaña así conversamos más
cómodos y tranquilos, amparados de este viento molesto.
Belgrano le mandó orden a Díaz Vélez para que siguiera con la supervisación de los ejercicios.
Se acomodaron en la carpa de campaña para compartir
unos mates. Los recién llegados se sentaron en sendas cabezas de vaca y el general, en un banquito arrimado a una
mesa chica. Juana se sacó el gorro y le mostró al general la
pluma celeste y blanca que lucía.
–Esta pluma es como protesta –le señaló a Belgrano–
por haberle impedido los porteños a usted contar con su
bandera oficial.
Belgrano lanzó una carcajada: –Le agradezco su solidaridad, pero digamos que no fueron los porteños sino solo
una parte del gobierno que no termina de apreciar del todo
la realidad que vivimos.
Comenzaron a intercambiar opiniones sobre cómo era
esa realidad allí en el norte. Belgrano les informó sobre
el estado de fuerzas propio y del enemigo cercano y los
desplazamientos de los realistas, de acuerdo a las informaciones casi diarias de sus baquianos. Ascencio Padilla y
Juana Azurduy, por su lado, le comentaron las adhesiones
conseguidas por ellos de parte de los naturales de la región
y algunas escaramuzas de hostigamiento con que venían
castigando a los batallones españoles que detectaban.
[ 28 ]
�–Goyeneche se ha apoderado de todo el Alto Perú –dijo
Azurduy– y nosotros tenemos algunas cuentas que saldar
con este traidor. Pero necesitamos más brazos para poder
enfrentarlo. Y no alcanza con los soldados que trae usted,
general, de Buenos Aires. Por eso vamos reclutando hijos
de la tierra, explicándoles que debemos echar a los chapetones de la Pacha Mama para volver a ser libres.
–El apoyo de los naturales de aquí es mi mayor obsesión –respondió Belgrano–. Si lográramos que la mayoría
estuviese con la revolución esta guerra la terminaríamos
rápido.
En ese momento entró Luriel con pastelitos de membrillo.
–Les presento a Luriel –dijo Manuel–, un hermano
que se nos sumó en el Paraguay.
–¡Qué exquisitez! –dijo Juana.
–Son pocos los lujos que uno puede disfrutar en campaña –contestó el general–. Este es uno de ellos, gracias a las
dotes culinarias de Luriel. El indio se retiró sigilosamente
Juana se explayó más en detalle contando los asedios
con los que venían acosando a los realistas, y luego informó
sobre la cantidad de guerreros a caballo con los que contaban para sumarse al Ejército Auxiliar.
–La verdad es que aportan ustedes una fuerza apreciable. Quisiera vincularlos con mi segundo, el mayor general
Díaz Vélez, quien está a cargo de toda nuestra caballería,
para que puedan integrarse a ella.
–A Eustoquio lo conocimos en la hacienda Yurubamba
y nos dará gusto trabajar con él. Estos guerreros probados
[ 29 ]
�que traemos –precisó Juana– conforman un batallón al que
hemos bautizado “Los Leales”.
Belgrano habló de los planes inmediatos a seguir y
ellos de las posibilidades de reclutar más combatientes en
las montañas cercanas. Comenzaba a soldarse en ese encuentro un compromiso entre los abajeños y los luchadores
del Alto Perú.
Labor en el Consulado
–Mi familia me envió a seguir la carrera de las Leyes
en España. No fue una elección casual, ya que me atraían la
Economía y el Derecho Público y me entusiasmaba la idea
de poder aplicar esos conocimientos en favor de la Patria.
La berlina se desplazaba un tanto a los saltos por el camino que llevaba a Campo Santo, donde estaba acantonado el ejército. Belgrano y Díaz Vélez se dirigían allí desde
Salta para realizar una revista a la tropa. El sol apenas asomaba por entre los picos de la precordillera. El segundo al
mando del Ejército Auxiliar le preguntó a su comandante
cómo había sido su formación en España. Y este contestó
complacido de poder rememorar su época de estudiante.
–Estudié en Salamanca, donde pude conocer a fondo
las obras de Quesnay y Smith, las más avanzadas teorías
económicas del liberalismo. Quesnay, de gran prestigio en
Versalles, y a quien Luis XV llamara su “pensador”, había publicado en 1758 el “Tableau Economique”, que fue
el primer intento en la historia de las ideas de analizar la
[ 30 ]
�economía como un sistema de relaciones entre sus diversos
sectores o clases. Todas esas teorías me apasionaban. Terminé graduándome de abogado en Valladolid y luego pasé
a Madrid. Dejando de lado el absolutismo real, bullían allí
las ideas más progresistas del liberalismo español. Por cierto pude aprovechar al máximo mi estadía: conocí y traté a
pensadores como Jovellanos y Campomanes.
La berlina dio unos bruscos saltos. Belgrano se asomó
por la ventanilla y le ordenó al conductor: –¡Sargento González! Conduzca más despacio que no tenemos gran apuro.
Se volvió a apoltronar en el cómodo asiento de la berlina y continuó:
–Y lo más fuerte de todo llega en 1789 con la Revolución
Francesa, cuyas ideas penetran en España como un alud. Las
ideas de libertad, igualdad, fraternidad se apoderan de esa
generación leguleya que veía tiranos en todos aquellos que
se opusiesen al disfrute pleno de los derechos del hombre.
Belgrano lanzó una carcajada festejando su exagerada
valoración.
–Juan Jacobo Rousseau era mi indispensable libro de
cabecera. Además me instruí con las obras de Voltaire,
Montesquieu y Filangieri. Más adelante conocí los escritos
de Diderot, Mirabeau, Turgot…
Quedaron unos instantes en silencio. El polvo del camino entraba por las ventanillas cubiertas solo por cortinas. Manuel se cubría la nariz con un pañuelo con agua de colonia.
–Cuando fui nombrado por el mismísimo Rey para
cubrir la Secretaría del Consulado de Buenos Aires, creí al-
[ 31 ]
�canzar el cielo con las manos. Pensé, ingenuamente, todo lo
que podría hacer desde ese cargo para mejorar la situación
de nuestra gente. Pero ese entusiasmo me duró poco. Fui entendiendo que esas instituciones no tenían otro objeto que
afianzar el colonialismo; servían para orientar a las sociedades económicas en los campos de la agricultura, la industria
y el comercio, pero siempre dentro de los criterios coloniales.
Entendí que los actores que se movían en esas esferas eran
todos comerciantes españoles a los que solo les interesaba la
marcha de sus negocios monopolistas, a saber: comprar por
cuatro para vender por ocho. Esos negocios casi no redundaban en el desarrollo económico del país, salvo los mínimos
impuestos que dejaban.
Belgrano reacomodó su postura y sus recuerdos.
–Mi ánimo se abatió –siguió contándole a Díaz Vélez–
y conocí que nada se haría en favor de las provincias por
unos hombres que por sus intereses particulares posponían
el del común. Sin embargo, ya que por las obligaciones de
mi empleo podía hablar y escribir sobre tan útiles materias,
me propuse, al menos, echar las semillas que algún día fuesen capaces de dar frutos, ya porque algunos estimulados
del mismo espíritu se dedicasen a su cultivo, ya porque el
orden mismo de las cosas las hiciese germinar. Difundí las
ideas de Quesnay y Adam Smith en el Semanario de Agricultura; escribí que solo el comercio interior es capaz de
proporcionar valor a los objetos de cambio, aumentando
los capitales y con ellos el fondo de la Nación. Fíjese, mayor general, que todas las naciones cultas se esmeran en que
[ 32 ]
�sus materias primas no salgan de sus estados a manufacturarse afuera, y buscando y facilitando los medios de darle
consumo, se las mantiene a un precio ventajoso, así para
el creador, digámoslo así, como para el consumidor. Se da
cuenta que esa idea va contra la práctica del monopolio.
En cuestiones del campo escribí sobre mi preocupación
por la concentración de la propiedad. Será ocioso y perjudicial que uno que tenga solo 3.000 cabezas de ganado ocupe
un terreno de cinco leguas. Y agregaba que se debe estorbar
a aquellos que con sus muchos caudales quieren ambiciosamente abarcar cuantos campos se les proporcionan.
Ambos militares volvieron a quedar en silencio. Ya el
sol reinaba a pleno y el calor comenzaba a hacerse sentir.
Eustoquio tomó una bota que contenía agua fresca y se la
ofreció a su comandante. Bebió uno y luego el otro. Pasaron de largo unos carros que transportaban forraje, seguramente para la caballada del ejército.
–Ya no falta tanto –comentó Díaz Vélez.
Belgrano no le contestó porque seguía enredado en
sus recuerdos. Volvió a reír: –Sabe, mi obsesión era crear
escuelas de todo tipo y oficio. Se presentaron circunstancias favorables para el establecimiento de una escuela de
matemáticas, que conseguí a condición de exigir la aprobación de la Corte, que nunca se obtuvo y que no paró hasta
destruirla. Logré que el Consulado aprobara una escuela
de Dibujo, Geometría y Arquitectura, pero la partida que
disponía era magra, y los honorarios del Director debían
correr a expensas de quien la propuso, o sea yo.
[ 33 ]
�Ahora rieron los dos.
–¿O sea que fracasó? –dijo Eustoquio.
El otro contestó con la cabeza.
–También fundé una escuela de Dibujo y otra de Náutica, pero evidentemente iba demasiado rápido para la
Corona, ya que a mediados de 1807 llegaron órdenes terminantes de la Corte mandando suprimirlas, reprobando
severamente al Consulado por haberlas autorizado.
Estaban ya cerca del acantonamiento del Ejército Auxiliar; se veían a la vera del camino formaciones marchando.
–Pero mi mayor preocupación, Eustoquio, fue y es la
educación. ¿Cómo se quiere que los hombres tengan amor
al trabajo, que las costumbres sean arregladas, que haya copia de ciudadanos honrados, que las virtudes ahuyenten a
los vicios y que el gobierno reciba el fruto de sus cuidados,
si no hay enseñanza, y si la ignorancia va pasando de generación en generación con mayores y más grandes aumentos?
Y lo otro es que la enseñanza debe ser estatal, gratuita y
obligatoria.
–¿Leí por ahí o me contaron en Buenos Aires que usted propuso escuelas para las mujeres?
–Sí, y fue un gran escándalo; producido ya el hecho revolucionario, en el n° 21 del Correo de Comercio provoqué
un gran revuelo con un artículo titulado “Escuela de Niñas”
–Se sonrió–. La Naturaleza nos anuncia una mujer; muy
pronto va a ser madre y deberá presentarnos conciudadanos
en quienes debe inspirar las primeras ideas, y ¿qué ha de
enseñarles si a ella nada le han enseñado?
[ 34 ]
�–Hay mucho por hacer –atinó a decir Díaz Vélez.
–Y a nosotros nos toca ahora hacer en lo militar –concluyó Belgrano mientras ponía un pie en el estribo de la
berlina, ya estacionada en su destino. Varios oficiales del
Estado Mayor los estaban aguardando.
En Caaguazú
Belgrano tenía recurrentes pesadillas relacionadas a la
experiencia de comandar la expedición al Paraguay. Ahora, al
frente del Ejército Auxiliar del Norte, esas pesadillas habían
recrudecido. El propio Manuel atribuía eso al presentimiento
de un desenlace negativo en cuanto a esta nueva responsabilidad militar y lo alertaba trayéndole aquel pasado tumultuoso.
Había trabajado hasta tarde en su escritorio, allí en Salta, leyendo informes sobre el enemigo, otros sobre el estado
de la fuerza propia. Había redactado una carta dirigida al
gobierno en Buenos Aires solicitando dinero y apoyo logístico, y sin darse cuenta se fue quedando dormido en su
poltrona. Entonces volvió la pesadilla…
Alcanzaron penosamente el paso de Caaguazú sobre
el río Corrientes; lo hicieron avanzando por campos que
parecían no haber sido pisados nunca por la planta del
hombre. Llegaron faltos de agua potable y sin otra subsistencia, además de un poco de charqui y de chuño, que
la que podía proveer el poco ganado flaco que aún quedaba y la caballada esquelética de Aldao, que si no servía
pronto como refresco para pelear a los paraguayos, al me-
[ 35 ]
�nos serviría para derrotar los estómagos. Belgrano y sus
oficiales fueron los primeros en llegar. Solo encontraron
una garandumba en muy mal estado. Al cansancio y la
desazón acumulados durante días y días de marchas por
selvas y esteros casi intransitables, soportando la insistente lluvia, el calor, los mosquitos que llegaban cuando
dejaba de llover, agregaban ahora el desconsuelo por no
encontrar todas las embarcaciones que los baqueanos les
juraran que estaban en el lugar (seguramente eran responsables de ello los paraguayos). Los oficiales miraron a
Belgrano y este a la embarcación destartalada.
–Pasaremos en “esto” la artillería y las municiones. La
tropa cruzará a nado o en “pelotas”, si se las pueden construir –ordenó.
Ni bien llegó el grueso del ejército comenzaron los preparativos.
El temor a que esa desvencijada embarcación se hundiera con sus cañoncitos lo sobresaltó y se despertó.
Su cabeza y su espalda estaban totalmente empapadas
de transpiración. Se sacó la camisa, quedó solo con su pantalón militar y sus botas. Se lavó en una palangana que
tenía a mano, se secó con una toalla y antes de volver a
sentarse a su escritorio se sirvió un generoso cognac. Ahora
ya no soñaba sino que rememoraba:
Le parecía increíble que hasta allí hubiesen llegado
sin haberles visto las caras aún a las tropas del gobernador
Velasco. Confiaba entonces en poder enfrentarlas ni bien
cruzaran. Le preocupaba el estado de sus soldados, cada
[ 36 ]
�vez más agotados y mojados. Le pesaba su responsabilidad
en esta campaña; él, que no era militar, había sido designado por la Junta para mandar esa expedición auxiliadora
y había aceptado, primero para no negarse ante Mariano
Moreno, su amigo pero además secretario de la Junta; segundo para que no se creyese que repugnaba los riesgos,
que solo quería disfrutar las comodidades de la capital y el
poder; pero además porque entreveía una semilla de desunión entre los integrantes de la Junta que él no podía aceptar, por lo que era más conveniente estar lejos y en servicio
activo que verse involucrado en disputas intestinas. Y allí se
encontraba, con lo que le pudieron dar para solventar la expedición: doscientos hombres de la guarnición de Buenos
Aires, más alguna milicia del Paraná y veteranos reclutados
al pasar por San Pedro, cuatro cañones de a “4” con algo de
munición, o sea balas de aproximadamente un kilo y medio
de peso.
Belgrano repitió la orden:
–Los cañones en la embarcación; los soldados a construir “pelotas” o a pasar nadando. ¿De comer?: cuando crucemos. Tiren cedazos y si no resultan sacrifiquen caballada
de la reserva.
No hubo protestas ni rezongos. Esos soldados soportaban todo: marchas penosas por regiones habitadas por fieras y alimañas de las más variadas; aguaceros interminables,
sin tiendas de campaña ni siquiera para preservar las armas;
enfermedades tropicales, humedales deshidratantes y, por
sobre todo, la falta del enemigo que olía a chamusquina; la
[ 37 ]
�ausencia del enemigo que le crea al soldado la incertidumbre
más corrosiva: la del peligro latente y la muerte acechante.
Recordó, como siempre recordaba con dolor, cuando tuvo que mandar a fusilar a dos desertores en Curuzú
Cuatiá para poder preservar la disciplina, con lo que puso
a prueba también sus propias convicciones y fortaleza.
Cuando sentía que sus fuerzas flaqueaban, pensaba en
Moreno y sus responsabilidades en Buenos Aires, tratando de asentar el poder revolucionario luchando contra los
contrarrevolucionarios y los conservadores que asomaban
sus intenciones dentro de las propias filas; en Castelli, otro
improvisado como él, imaginando sus vicisitudes en el norte del virreinato, llevando los vientos de la revolución y tratando de ganar las masas indígenas. No iba a decepcionar
a sus amigos. Estaba solo allí en Paraguay, en medio del río
tumultuoso que separaba el viejo orden de la nueva vida y
no se iba a ahogar en el intento.
Tardaron tres días en cruzar el Paraná, con el costo de
algunos soldados arrastrados por la corriente, varios pertrechos y municiones perdidas. Ya no había barrera alguna
que los separara del enemigo. Acamparon en la estancia
Santa María de la Candelaria.
Entonces volvía el recuerdo doloroso de lo de Warnes.
Recordó: Le obsesionaba la idea de intentar convencer
a los paraguayos de no pelear entre hermanos. ¡Si solo pudiera hablarles cinco minutos para contarles las razones de
la Patria! Decidió entonces realizar una jugada; convocó a
su escribiente. Belgrano estaba sentado bajo el alero de uno
[ 38 ]
�de los ranchos semi derruidos de la estancia, donde mitigaba como podía el sol, el calor y la humedad. Un soldado
le cebaba mate.
–¡Siéntese, sargento! –invitó el general a su escribiente, quien desplegó el banquito que portaba para tales ocasiones–. Le voy a dictar un oficio que haremos llegar al
gobernador Velasco, con copias al Cabildo y al Obispo de
Asunción. Lo voy a invitar a una conciliación para evitar la
efusión de sangre.
–Ojalá acepte, mi general –dijo el sargento mientras
acomodaba sus papeles y plumas sobre una tabla que usaba
de mesita sobre sus rodillas.
–Lo intentaremos, sargento. Tenemos que hacer todo
lo posible para evitar esta guerra.
–Belgrano dictó su carta. Después impartió órdenes a
través del teniente coronel Machain para que cesara toda
hostilidad hasta la contestación del gobernador. Luego
hizo comparecer a su secretario, capitán Ignacio Warnes, a
quien encomendó llevar las cartas a Asunción. Warnes era
amigo íntimo de Manuel desde la infancia.
–Imploremos que prevalezca la cordura –rogó Manuel
al despachar a su secretario.
Warnes fue apresado por un comandante paraguayo,
quien lo hizo engrillar, sin oír sus razones, para trasladarlo
a Asunción. Desde allí fue remitido a Montevideo junto a
otros prisioneros.
Apuró su copa de cognac, como para borrar del todo
aquellos recuerdos que lo angustiaban. Se había sentido
[ 39 ]
�culpable del encarcelamiento de su amigo Warnes. Por
suerte ahora lo tenía nuevamente con él, al mando del regimiento n°6 de infantería con grado de teniente coronel.
Se levantó y dirigió hacia la ventana. La noche estaba
tranquila. Los farolitos de alumbrado de la plaza apenas
resaltaban algunos brillos de las armas de los centinelas.
No tenía su reloj de bolsillo a mano, por lo que no sabía
qué hora era, pero ya su perturbación le había quitado del
todo el sueño, por lo que se asomó a la puerta y ordenó a los
soldados que allí hacían guardia que llamaran a su edecán
Francisco Pico. Lo mejor sería ponerse a trabajar.
En Jujuy
La decisión de Belgrano fue desplazar el Ejército Auxiliar del Norte hacia el Alto Perú, al encuentro de las
fuerzas realistas. La primera parada sería Jujuy. La vanguardia al mando de Balcarce se desplazó hacia la quebrada de Humahuaca mientras Belgrano, con el grueso
del Ejército abandonó Campo Santo y se encaminó hacia
la ciudad de Jujuy.
Los que subieron hasta Humahuaca llevaban la misión
de vigilar la entrada de Pío Tristán y estar alertas para avisar
cuando se produjera la inminente invasión de los realistas.
Se tuvieron que ir acostumbrando a la altura, a los días
de sol abrasador con más de treinta grados de temperatura, lluvias por las tardes y heladas intensas por las noches.
Atravesaron pantanos, bosques de churqui y cardones,
[ 40 ]
�guiados por las imponentes montañas de diversos colores
que se levantaban en las estribaciones. Entre la abundancia
de animales como vicuñas, zorros y perdices, capturaron
unas llamas con la idea de utilizarlas para trasladar cargas,
o comerlas llegado el caso. En todo el trayecto hasta Humahuaca, cuarenta kilómetros más arriba, se cansaron de
observar cóndores y águilas planeando por sobre sus cabezas. Los acompañaban por el oeste las altas montañas de
diversos colores que le daban encanto a esos parajes.
El desplazamiento a Jujuy, para Belgrano, fue un verdadero suplicio, ya que marchaba con fiebres intermitentes, mareos, dolores fuertes de cabeza y músculos y hasta
vómitos; todo eso padecido mientras cabalgaba. Ni bien
hicieron un alto en el camino, Luriel le acercó al general
una bota que contenía quina-quina diluida en vino. Era el
remedio eficaz para hacer retroceder la fiebre causada por
el paludismo, según una receta ancestral proveniente de la
cultura inca. La quinina se extraía de la corteza del árbol
llamado quino. Había probado antes con una tisana hecha
con varias hierbas, pero la quina-quina resultó el mejor remedio para bajarle inmediatamente la fiebre.
“Esto de andar de General por los caminos de la Patria,
en lugar de estar cómodamente apoltronado en un sillón de
escritorio, me lo busqué solito, por no saber decir que no”,
pensaba, entre sonrisas, como haciéndose burla a sí mismo,
mientras obediente consumía el brebaje que le trajera Luriel.
No era el único afectado; una parte de sus hombres
también sufría diversas enfermedades. Parecía una maldi-
[ 41 ]
�ción bíblica que a los padecimientos producto de la falta
de logística y de preparación de ese Ejército se les sumaran
contrariedades como el paludismo, el mal de los mosquitos
y el mal de altura: el soroche.
Llegaron a Jujuy una fúlgida mañana después de cabalgar casi toda la noche. Sus hombres le ubicaron una casona
en el centro de la ciudad, para que pudiera descansar en
una cama, como Dios manda, y al mismo tiempo pudiera
desde allí dirigir su Estado Mayor. Facilitó tal decisión las
averiguaciones del coronel Gregorio Aráoz de Lamadrid,
oriundo de Tucumán y conocedor de las familias criollas de
toda la amplia región, quien se adelantara al ejército para
realizar esa gestión.
–Va mejorando mi nivel, teniente –le dijo el general a
su asistente Cabrera cuando este le acondicionó el dormitorio a usar–. Pasé del caballo a la hamaca paraguaya, de
ella al jergón y ahora a una cama con colchón.
–Usted se la merece, general –le contestó el joven
sonriendo.
La casona asignada al comandante en jefe del Ejército
había sido abandonada por sus dueños, realistas que habían
huido ante la cercanía de los patriotas. Tenía un amplio
salón, donde sus moradores acostumbraban a realizar sus
fiestas, en el que Belgrano instaló su oficina y donde podría
reunirse cómodamente el Estado Mayor. El dormitorio
asignado era amplio, cómodo y luminoso, y la cocina, dotada de todo lo necesario, serviría para que el general pudiera
comer alimentos elaborados como Dios manda.
[ 42 ]
�Poco a poco Belgrano se fue recuperando y afirmando su
mando. Se acercaba la fecha del 25 de mayo, segundo aniversario de la revolución. Las emociones vividas en Buenos Aires en aquellas memorables jornadas las tenía bien presente
Belgrano. Recordaba cuando enviaron a Castelli y Saavedra
a decirle al Virrey Cisneros que renunciaban a la Junta que
se había aprobado en el Cabildo abierto, y que el pueblo estaba armado y concentrado en los cuarteles, resuelto a derrocarlo si él no renunciaba también. Recordaba cuando en casa
de Rodríguez Peña armaron la lista de la Junta que los revolucionarios propondrían, avalada por el pueblo: Saavedra,
presidente; vocales, Castelli, Belgrano, Azcuénaga, Alberti,
Matheu y Larrea; y Moreno y Paso como secretarios. Y recordaba con emoción cuando el síndico procurador general
no tuvo más remedio que poner a consideración del pueblo,
desde el balcón del Cabildo, esa lista firmada por un número
considerable de vecinos, religiosos, comandantes y oficiales
de los cuerpos, recibiendo como respuesta que aquello era lo
que pedían y lo único que querían que se ejecutase, y cómo
se acordó que sin pérdida de tiempo se estableciera esa nueva Junta, eligiéndose para ella a los mismos individuos que
habían sido nombrados de palabra.
“Así entramos a esa Junta”, piensa. “Así fue que nos
constituimos como poder revolucionario en el Fuerte y comenzamos a tomar las primeras medidas que nos debían
conducir a la libertad y la independencia”.
Manuel pensó en aprovechar la ocasión para insuflar
mística a su tropa y a la población jujeña. Ese aniversario
[ 43 ]
�no podía pasarse por alto. Preparó a conciencia una parada militar para ese día en el centro de la ciudad. Los días
previos se había ocupado de dibujar con lujo de detalles la
disposición de la tropa, las autoridades locales, el público
para ese acto. Había hecho montar un palco central y elaborado la lista de quienes debían estar en él. Llegada la
fecha esperada, se realizó esa parada militar en un clima
de fervoroso patriotismo por parte de la población y de los
propios soldados. Ayudaba al ánimo general el clima de un
día esplendoroso, con una brisa gratificante. Tal vez como
un símbolo de la Patria vigilante, un cóndor planeaba serenamente en lo alto. Allí estaba, en el centro del palco, el
general, orgulloso, de buen humor, acompañado por todo
su Estado Mayor. Hizo bendecir la bandera blanquiceleste
que él había creado en las Baterías del Rosario por el capellán de su ejército, Juan Ignacio Gorriti, a su vez también
cura de la iglesia de Jujuy. Gorriti era un patriota de ley,
expulsado de la Junta Grande por el primer Triunvirato,
por lo que Belgrano le tenía especial afecto y lo protegía.
Con esta ceremonia Belgrano apostaba a consolidar y
ampliar la adhesión de la población a la causa patriótica y,
como contrapartida, deteriorar la influencia de las fuerzas
realistas que mantenían sus cabeceras de playa en la ciudad,
embozadas, amparándose en las sombras.
Dirigiéndose a la tropa dijo: –¡Soldados!: El 25 de
mayo será para siempre un día memorable en los anales
de nuestra historia, y vosotros tendréis un motivo más de
recordarlo, cuando en él, por primera vez, veis en mi mano
[ 44 ]
�la bandera nacional, que ya os distingue de las demás naciones del globo... No olvidéis jamás que vuestra obra es de
Dios; que él os ha concedido esta bandera y que nos manda
que la sostengamos.
Belgrano hizo jurar la bandera nuevamente, después de
haberla hecho jurar en Rosario. Cometió así una doble falta, ya que no había recibido a tiempo la orden de Rivadavia
que lo desautorizaba a hacerlo. El Triunvirato no estaba
dispuesto aún a separarse oficialmente de España, por lo
que no hablaba de independencia. Rivadavia, secretario de
Guerra del Triunvirato, montó en cólera cuando se enteró
de la segunda jura no autorizada y le envió al general la
siguiente orden: “¡El gobierno no hace más que dejar a la
prudencia de V.S. la reparación de tamaño desorden, pero
debe prevenirle que esta será la última vez que sacrificará
hasta tal punto los respetos de autoridad y los intereses de
la nación que preside!”.
Belgrano, dolorido y consciente de que a Rivadavia no
le entraba en su caletre la necesidad de lograr la independencia ya, contestó: “La bandera la he recogido y la desharé
para que no haya ni memoria de ella”.
Se sentía desamparado; se decía, burlándose nuevamente de sí mismo: “Yo, piloto de tormentas navegando por mares tempestuosos, oficio que no elegí, en vez de estar en Buenos Aires en algún tribunal ganándome la vida”. Claro que
inmediatamente surgía la imagen de la Patria, representada
con figura de mujer, de la que estaba enamorado y a la que
no iba a defraudar. Ese era su sustento para no derrumbarse.
[ 45 ]
�Su estado de ánimo decayó; no podía entender cómo el
gobierno central no le facilitaba las cosas; además lo desacreditaba ante sus oficiales, aunque estos compartían el
despecho de su jefe y trataban de hacer como que no veían
esas desautorizaciones para que no se sintiera menoscabado en su autoridad. En esa situación delicada, sintiéndose
sin respaldo del Triunvirato, debería asumir el estado de
guerra en que se encontraba su ejército y resolver infinidad
de problemas que se presentaban.
Los problemas que debía afrontar el general eran varios.
Por un lado debía enfrentar el malestar de su tropa por el atraso en la paga; también por la resistencia ante las medidas que
Holmberg intentaba aplicar en el orden cerrado para mejorar
la disciplina de la misma. Por otro lado debía combatir la
anarquía reinante entre los soldados y los jujeños, que llevaba
a la desobediencia a órdenes que impartía para administrar
la ciudad en medio de ese caos reinante por la guerra y tenía
que luchar contra la difusión de noticias falsas y rumores tendientes a generar confusión, desánimo y espíritu derrotista.
Belgrano tomó al toro por las astas y dictó un Bando por el
cual se disponía la pena capital para quienes desobedecieran
una orden expresa o difundieran noticias tendenciosas. Tenía
que detener la descomposición de su tropa, la que se evidenciaba en las deserciones diarias que se producían. Toda esta
situación fue retemplando su carácter, volviéndolo más firme
y duro, aunque su espíritu se mantenía incólume.
La tensión social se percibía en la piel; se vivía un clima
de guerra y no se sabía a ciencia cierta cuándo aparecerían
[ 46 ]
�los chapetones, aunque nadie dudaba de que se harían presentes. Y muchos no veían en el Ejército Auxiliar del Norte
una fuerza capaz de enfrentar y detener el avance realista.
Si Goyeneche estaba al tanto de la situación del ejército
patriota y conocía, producto de las informaciones de esos
desertores y de sus espías, la cantidad de hombres, bestias
y piezas de artillería que Belgrano podía disponer para el
combate, el jefe argentino no se quedaba atrás: sus propios
servicios le informaban que Pío Tristán había reforzado a
Goyeneche en Cochabamba, con lo cual las fuerzas realistas contaban con cuatro batallones de infantería, cerca de
mil combatientes a caballo y diez piezas de artillería. Esto
lo llevaba a la necesidad de reforzar su propio ejército: ordenó entonces la leva compulsiva de todos los varones en
edad de combatir, y la requisa de caballos, para formar un
cuerpo de caballería.
En ese proceder organizativo estaba cuando le llegó la
orden del gobierno central que le indicaba retroceder hasta
Córdoba. Delante de sus subalternos se dio el gusto de putear a Rivadavia, quien, con su ignorancia supina, no comprendía que retirarse era abandonar a hermanos y a un pedazo de la Patria, difícil de volver a recuperar. Solo Chiclana en
Buenos Aires lo entendió, y se negó a suscribir la orden que
Rivadavia y Pueyrredón le remitieran a Belgrano.
Ya que no existían condiciones favorables para enfrentar a los realistas en Jujuy, Belgrano ideó la estratégica maniobra de retirarse con el ejército y el pueblo todo hacia
Tucumán, y allí rearmar su defensa.
[ 47 ]
�Tenía que ganar a su segundo, Díaz Vélez, y a todo su
Estado Mayor, para rechazar esa orden y aprobar la retirada solamente hasta Tucumán.
El segundo jefe del Ejército Auxiliar, el Mayor General Eustoquio Díaz Vélez, gozaba de la confianza y la
amistad de Manuel Belgrano. Se habían conocido durante
la primera invasión inglesa en la cual Díaz Vélez, que revistaba en el Regimiento de Blandengues de la Frontera,
había sido incorporado como ayudante segundo, graduado
de teniente, a la Legión de Patricios.
En los sucesos de mayo de 1810, Díaz Vélez, ya con sus
galones de capitán, era un definido “morenista”. Belgrano
lo volvió a ver en una reunión secreta en la casa de Juan
Martín de Pueyrredón, donde se convocaran los principales jefes de milicias con el propósito de no reconocer al
nuevo virrey. Allí estaban, además de los nombrados, Saavedra, Juan José Viamonte, Miguel de Azcuénaga, Juan
José Castelli y Juan José Paso.
Algunas jornadas después, Díaz Vélez, con Terrada,
Balcarce y Bustos, comandaron las fuerzas de la Fortaleza que se hicieron con el control del lugar mientras otros
patriotas subían al despacho de Cisneros para exigirle el
Cabildo abierto. Eso fue determinante para que el Virrey,
ya sin apoyo militar, cediera a la demanda. Cuando por
fin se realizó el Cabildo abierto del 22 de mayo, Eustoquio fue el jefe de guardias de los soldados ubicados en la
Plaza Mayor y dentro del Cabildo, y facilitó, haciendo la
vista gorda a las invitaciones duplicadas que los patriotas
[ 48 ]
�secretamente imprimieran, el acceso a los que no habían
sido invitados.
Cuando Belgrano se hizo cargo del escuálido ejército, reemplazando a Pueyrredón, Eustoquio Díaz Vélez fue
nombrado mayor general en su carácter de segundo jefe.
Poco le costó a Manuel convencer a su segundo para que
adhiriera a su plan; ahora faltaba convencer a los oficiales.
El éxodo heroico
Belgrano perdió los estribos ante la orden de Buenos
Aires. Se veía que a los porteños solo les importaba que su
ejército estuviese más cerca del puerto para que los defendiera mejor. Convocó a sus oficiales y les planteó el tema.
En su Estado Mayor estaban veteranos oficiales como Díaz
Vélez o Balcarce, junto a oficiales jóvenes como Manuel
Dorrego, José María Paz y Gregorio Aráoz de Lamadrid.
Además de la aceptación a su propuesta por parte de su segundo jefe, tuvo la satisfacción de que tanto Dorrego como
Lamadrid en primer lugar, y luego otros oficiales, opinaran
a favor de desobedecer esa orden claudicante; preferible
morir luchando por la Patria en esas montañas que huir
de los realistas dando un mal ejemplo a la población que
confiaba en ellos.
–¿Son conscientes –les dijo Manuel– de que desobedecer esa orden les puede acarrear sanciones graves?
–¡Somos conscientes! –contestaron todos.
Belgrano intentó que la emoción no lo traicionara.
[ 49 ]
�Con ese respaldo el general planteó su estrategia, con el
argumento de que la crítica situación exigía medidas extremas.
–Sabemos que Goyeneche recuperó Cochabamba y se
dirige hacia La Quiaca; es de prever que desde allí se vendrá
hasta Jujuy. No estamos hoy en condiciones de presentarle
batalla aquí. Mi idea es ordenar una retirada general de Jujuy
hacia Tucumán; no solamente de las fuerzas del Ejército, sino
también de toda la población –Miró a su auditorio, que escuchaba atentamente–. Y no dejar nada que le sirva al enemigo.
Hacer retirar ganado, cosechas, carros, caballos, elementos
útiles, hasta los perros. Y lo que no se pueda llevar lo quemaremos. Dejar tierra arrasada –Hablaba y miraba los rostros
de sus oficiales, y comprendía que apoyaban su estrategia,
aunque supusiera medidas muy fuertes que cambiaba la vida
de todos los jujeños y de ellos mismos–. Esto nos permitirá
reagruparnos más al sur, reforzarnos y elegir nosotros dónde
daremos batalla. Y esto nos servirá para unirnos más con los
patriotas civiles, desarticular a los enemigos infiltrados en la
población, y ganar a los indecisos. Quiero sus opiniones.
Se hizo un silencio caliginoso; nadie se movía de su lugar. Comenzó Lamadrid dando su acuerdo; le siguió Balcarce y luego todos los demás oficiales. Belgrano esbozó
una amplia sonrisa y se relajó:
–¡Gracias compatriotas! Venderemos bien cara la salud
de la revolución. Propongo explicar bien a fondo por qué
y para qué planteamos retirarnos todos; mandaré a los hacendados, labradores y comerciantes a retirar sus ganados,
cosechas y mercancías, para no dejarles nada a los realistas.
[ 50 ]
�Y sugiero aprobar el siguiente Bando. Leo:
“Pueblos de la Provincia: Desde que puse el pie en vuestro suelo para hacerme cargo de vuestra defensa, en que
se halla interesado el Excelentísimo Gobierno de las Provincias Unidas de la República del Río de la Plata, os he
hablado con verdad. Siguiendo con ella os manifiesto que
las armas de Abascal al mando de Goyeneche se acercan a
Suipacha; y lo peor es que son llamados por los desnaturalizados que viven entre vosotros y que no pierden arbitrios
para que nuestros sagrados derechos de libertad, propiedad y
seguridad sean ultrajados y volváis a la esclavitud.
Llegó pues la época en que manifestéis vuestro heroísmo
y de que vengáis a reunirnos al Ejército a mi mando, si como
aseguráis queréis ser libres, trayéndonos las armas de chispa,
blanca y municiones que tengáis o podáis adquirir, y dando
parte a la Justicia de los que las tuvieron y permanecieren
indiferentes a vista del riesgo que os amenaza de perder no
solo vuestros derechos, sino las propiedades que tenéis.
Hacendados: apresuraos a sacar vuestro ganado vacuno, caballares, mulares y lanares que haya en vuestras estancias, sin darme lugar a que tome providencias que os sean
dolorosas, declarandóos además si no lo hicieseis traidores
a la patria.
Labradores: asegurad vuestras cosechas extrayéndolas
para dicho punto, en la inteligencia de que no haciéndolo
incurriréis en igual desgracia que aquellos.
Comerciantes: no perdáis un momento en enfardelar
vuestros efectos y remitirlos, e igualmente cuantos hubiere
[ 51 ]
�en vuestro poder de ajena pertenencia, pues no ejecutándolo
sufriréis las penas que aquellos, y además serán quemados
los efectos que se hallaren, sean en poder de quien fuere, y a
quien pertenezcan.
Entended todos que al que se encontrare fuera de las
guardias avanzadas del ejército en todos los puntos en que
las hay, o que intente pasar sin mi pasaporte será pasado por
las armas inmediatamente, sin forma alguna de proceso.
Que igual pena sufrirá aquel que por sus conversaciones o
por hechos atentase contra la causa sagrada de la Patria, sea
de la clase, estado o condición que fuese. Que los que inspirasen desaliento estén revestidos del carácter que estuviesen
serán igualmente pasados por las armas con solo lo deposición de dos testigos.
Que serán tenidos por traidores a la patria todos los que
a mi primera orden no estuvieran prontos a marchar y no
lo efectúen con la mayor escrupulosidad, sean de la clase y
condición que fuesen.
No espero que haya uno solo que me dé lugar para poner
en ejecución las referidas penas, pues los verdaderos hijos de
la patria me prometo que se empeñarán en ayudarme, como
amantes de tan digna madre, y los desnaturalizados obedecerán ciegamente y ocultarán sus inicuas intensiones. Más,
si así no fuese, sabed que se acabaron las consideraciones de
cualquier especie que sean, y que nada será bastante para que
deje de cumplir cuanto dejo dispuesto.”
Cuartel general de Jujuy 29 de julio de 1812
Manuel Belgrano
[ 52 ]
�Belgrano no hacía más que aplicar la experiencia que le
jugara en contra en Paraguay, donde él y sus hombres cuando entraban en territorio guaraní dominado por los godos se
encontraban con tierra arrasada y poblados fantasmas.
Más de veinte días, actuando contra el reloj, llevó convencer, preparar al pueblo y crear las condiciones para concretar la retirada. Se diría que la ciudad era un hormiguero
pateado, enloquecido, que comenzaba a organizarse para
migrar. Belgrano destinó a sus jóvenes oficiales, el capitán
José María Paz, de 21 años y Manuel Dorrego, de 25 años,
a quien ascendiera a coronel, a que se pusiesen al frente de
la organización de esa gesta popular. Mientras tanto los
baqueanos de Güemes iban siguiendo el avance del enemigo e informando diariamente. Se vaciaron las viviendas
de todo lo que se podía llevar; se levantaron las cosechas,
y las que no, fueron incendiadas, por consentimiento o por
la fuerza. Se arrearon los hatos de cabras y cerdos y se cargó en los carros todo instrumento de labranza, muebles y
ropas, cuidando de dejar lugar para los enfermos, niños y
ancianos que no podrían caminar. Un carro fue asignado
como hospital ambulante; allí viajarían el par de médicos
y las enfermeras con que contaban, unas pocas mulatas
comandadas por María Remedios del Valle. Otro carro se
adaptó como zapatería ambulante, dado que habría que
ir fabricando botas de potro para reemplazar los calzados
que se gastaran. Se organizó un depósito ambulante de
charqui de guanaco y llama, chuños de papa y bolsas de
cuero con agua.
[ 53 ]
�Se contaminaron los aljibes. Ni el hambre ni la sed podrían saciar los realistas cuando llegaran. Se encontrarían
con tierra arrasada por sus propios habitantes. Claro que
había quienes no estaban de acuerdo en retirarse de sus
viviendas, de sus parcelas, de sus bienes. Algunos se escondieron en los montes para que el Ejército no los obligara a
irse, y así poder retornar a sus hogares cuando los soldados
se hubieran ido. Pero fueron los menos. El grueso de la
población entendió que ese sacrificio era por la Patria. Los
acaudalados, los realistas de Jujuy, sencillamente se fugaron
dejando sus propiedades y haciendas.
Una noche de agosto, hostil por el frío y el viento reinantes, salió Belgrano con su Ejército y con la población
de Jujuy, obediente y confiada en su general. Tomaron por
el camino de las Postas. La decisión de partir y abandonar
todo se había tomado después de largas conversaciones y
debates, en mateadas y churrasqueadas por las noches en los
ranchos vecinos, en reuniones con delegaciones en el Cabildo, en reuniones públicas en la plaza, y hasta en comercios y
pulperías, y ahora no había marcha atrás. En esas reuniones
se aprovechó también para reclutar nuevos combatientes,
hombres y mujeres, que se sumaban con machetes y cuchillos, y los que no tenían con picos, palas y rastrillos como
armamentos.
La decisión se subordinó a apostar al todo o nada o a
la sumisión a España, y esa gente sufrida, pobre y falta de
todo, optaba por la revolución que le ofrecía una rebelión
digna y patriótica.
[ 54 ]
�“¡A ver qué opina el Triunvirato cuando se entere de
esta actitud de todo un pueblo!”, se dijo Belgrano y les dijo
a sus oficiales.
El comandante en Jefe de ese Ejército Auxiliar del Norte, no repuesto aún del todo, iba al frente de su tropa cubierto
con un poncho sobre su raída chaqueta; el poncho le cubría
también media cara, para no tener que inhalar el aire frío de
la Puna. Llevaba en su mochila el portapliegos que contenía la orden incumplida que le enviara Rivadavia. Un gran
cansancio pesaba sobre su cuerpo entumecido; como casi
siempre ese cansancio se componía de una parte producto
de sus esfuerzos físicos y mentales, y por otra por la angustia
de tener que desobedecer órdenes superiores, además de la
soledad que sentía de no encontrar respaldo revolucionario
en Buenos Aires. Lo consolaba que sus oficiales lo respaldaran a muerte. Sentía que sus decisiones pasaban por el albur
de una ruleta rusa, revólver en la sien; si el próximo encuentro con el enemigo se transformaba en una derrota, no tenía
dudas de que pasaría mucho tiempo entre rejas a su regreso
a Buenos Aires; si es que tenía la suerte de regresar y si no se
pensaba en pena mayor. Pero sus pensamientos negativos se
disipaban de golpe al tener que atender la realidad.
Dispuso una retaguardia al mando del coronel Díaz
Vélez para cubrir a la población que seguía al Ejército por
si se acercaba el enemigo. Para tal misión Díaz Vélez formó un cuerpo de caballería que denominó “Los Patriotas
Decididos”, integrados por gauchos jujeños, puneños y tarijeños, todos ellos aportando sus cabalgaduras, sus lanzas
[ 55 ]
�y machetes. Gregorio Aráoz de Lamadrid condujo este
cuerpo y se destacó por su valentía en las escaramuzas varias que tuvieron con los godos.
Esta retaguardia se veía reforzada por la caballería del
batallón “Los Leales” de Manuel Ascencio Padilla y Juana
Azurduy.
El éxodo fue esforzado. Había familias que viajaban en
carretas, otros a caballo o mula, pero muchos a pie; los que
tenían suerte lograban turnarse arriba de los carros, siempre
dándole prioridad a ancianos, mujeres y niños. Cada tanto
había que ocuparse de algún civil que desfallecía y no podía
seguir; a esos los subían a las carretas, haciendo bajar a otros.
Algunos terminaron viajando en camillas improvisadas con
ramas y cueros. Unos pocos se ocultaban en algún accidente
del camino para no continuar, quizás con la idea de retornar a su terruño. Pero otros, la mayoría, cuando Belgrano
los cruzaba en su caballo revistando la columna, le gritaban:
“¡Viva la Patria!”, y Manuel maniobraba su corcel de manera
de ocultar la emoción que ese apoyo le producía. Belgrano
alentaba a los que flaqueaban, se imponía ante los que podían dar síntomas de cobardía y estimulaba a los valientes.
En esa labor no se dio tregua ni descanso.
Dormían muy poco, cuando podían detenerse, sin acampar porque no tenían condiciones para tanta gente y tenían
al enemigo pisándoles los talones. Comían apenas de las raciones que se habían dispuesto, colectivamente, casi siempre
carne charqueada, chuño, liebres o perdices cazadas, o algún
guiso con las magras legumbres que habían podido acarrear.
[ 56 ]
�Estaban los soldados asignados a darles forraje, acumulado en carros, a la caballada, a los animales pequeños y a los
bueyes. El agua era otro problema; si bien llevaban agua en
los recipientes que tenían, aprovechaban el cruce de algún
arroyo o riachuelo para saciar la sed, cargar los recipientes y
lavarse como podían. Algunos enfermaron por tomar agua
contaminada con restos de animales muertos. Belgrano y varios de sus oficiales, asistidos por soldados, recorrían permanentemente la larga columna para atender las dificultades
que se presentaban. Para el comandante en jefe del Ejército
Auxiliar del Norte fue un tremendo esfuerzo que pudo soportar gracias al cariño de ese pueblo y de sus soldados.
Mientras tanto los realistas entraron en Jujuy. Un Jujuy
desolado que parecía un pueblo fantasma. El coronel al mando de esa tropa escribió a su superior Pío Tristán: “No he
encontrado en ella más que cuatro o cinco vecinos que han
podido quedarse escondidos y una porción de mujeres honradas y niños que, anegadas en lágrimas por las confinaciones
de maridos y padres, y de las pérdidas que han experimentado en sus casas y bienes, daban gracias al Todopoderoso de la
llegada de las tropas del rey a quien aclamaban con repetidas
voces”. Una desazón y una derrota moral para Pio Tristán.
Una semana de marcha y 250 kilómetros les llevó arribar al río de Las Piedras. Mientras la vanguardia cruzaba el
río, el coronel Díaz Vélez, que se encontraba dos leguas atrás,
fue atacado por los realistas. Belgrano, enterado del percance,
hizo adelantar a los civiles y concentró sus fuerzas sobre la
margen sur de dicho río, a la espera del enemigo. Este llegó,
[ 57 ]
�se encontró con el grueso del Ejército patriota pie en tierra
esperándolo. Hubo escaramuzas, con bajas de ambos lados;
el teniente de Dragones Lamadrid fue herido, pero los godos
llevaron las de perder y se retiraron. Esto le dio un poco de
aire al general argentino, quien ordenó continuar la marcha.
Envió a Balcarce a Tucumán para informar que se acercaban los patriotas y detrás los realistas y para ver de disponer allí de alguna fuerza organizada de tucumanos con caballos y, si no había otra cosa, al menos con lanzas, machetes o
piedras, por las dudas que los godos decidieran una ofensiva
desesperada ese mismo día. Ya estaban previstas carpas, barracas, establecimientos para alojar a los jujeños.
Belgrano llegó a Tucumán con unos setecientos hombres de tropa, agotados, mal vestidos y mal armados. Hasta
tanto pudiera incrementar sus fuerzas mandó disfrazar de
soldados con armas los cardones del campo, los que vistos
de lejos parecían realmente integrar una tropa; este ardid
fue muy festejado por la soldadesca y la población, ya que
engañó a los españoles que creyeron que las fuerzas de Belgrano eran mucho más de lo que pensaban.
La ciudad respondió al pedido del comandante con la
movilización masiva de sus varones en condiciones de pelear, lo que sumó unos cuatrocientos combatientes más a la
tropa y a los jujeños ya enrolados. Esto retempló el ánimo
del general, quien inmediatamente escribió al gobierno de
Buenos Aires lo siguiente:
“La gente de esta jurisdicción ha decidido a sacrificarse
con nosotros, si se trata de defenderla, y de no, ¿no nos
[ 58 ]
�seguirán y lo abandonarán todo?; pienso aprovecharme de
su espíritu público y energía para contener al enemigo, si
me es dable, y si no, ganar tiempo a fin de que se salve todo
cuanto pertenece al Estado”. Les estaba diciendo al Triunvirato que desobedecía sus órdenes de bajar hasta Córdoba,
porque no iba a dejar a la población de Jujuy y Tucumán
indefensas y a los bienes del Estado a merced del enemigo.
Particularmente a Rivadavia le escribió: “El único medio
que me queda es hacer el último esfuerzo, presentando batalla fuera del pueblo, y en caso desgraciado encerrarme en la
plaza para concluir con honor; esta es mi resolución…” Le
mandaba a decir que se jugaría al todo o nada, y que si se tenía que inmolar por la revolución, allí quedarían sus huesos.
El sacrificio personal de Belgrano y su amor a la Patria
eran los pilares que lo mantenían en actividad, a pesar de
sus dolencias. En una carta dirigida a Feliciano Chiclana le
confesaba: “Todavía mi salud no quiere recuperarse, y estos
tiempos húmedos me traen mal, pero como estoy persuadido que lo mismo es morir a los 40 que a los 60, no me
importa, y voy adelante, quiero volar pero mis alas son chicas
para tanto peso”.
El Ejército español, comandado por Pío Tristán, se
acercaba con algo más de tres mil hombres. Llegó a Los
Nogales a cuatro leguas de Tucumán.
Belgrano lo esperó en las afueras de la ciudad. Tucumán había quedado convenientemente defendida con
fosos y trincheras. Fortificó la plaza, dejando en ella una
pequeña guarnición. El grueso del ejército se ocultó en los
[ 59 ]
�bosques que circundan la ciudad. A esa altura el Ejército
del Norte contaba ya con mil ochocientos hombres y sus
convicciones intactas. Los oficiales revistaron a las tropas,
verificando las bayonetas en sus fundas del correaje, la cartuchería con las piedras para las llaves de chispa de los fusiles, las cureñas con sus cañones aceitados y preparados y
la caballada como Dios manda con sus lanceros formados.
La batalla de Tucumán
El 24 de septiembre de 1812, a la mañana temprano,
el jefe realista, Pío Tristán, ordenó marchar hacia la ciudad por el paraje llamado Los Pocitos. Entonces fue que
resultó útil la inteligencia patriota: el teniente de Dragones, Lamadrid, ya repuesto de su herida en el combate de
Las Piedras, al acecho, ordenó incendiar los campos; con
el viento sur como aliado, el fuego se fue encima de los españoles desordenando sus columnas. El pánico se instaló
entre los infantes que corrían para todos lados para evitar
las lenguas de fuego, sin hacer caso a las órdenes de sus
oficiales. Simultáneamente, Belgrano se encontraba, desde el alba, al frente de sus tropas en una zona escabrosa
elegida adrede para dificultar el desplazamiento enemigo.
Belgrano tenía dispuesta la caballería en dos alas: la
derecha al mando de Balcarce y la izquierda con el coronel Eustoquio Díaz Vélez al frente. Muchos de esos jinetes
llevaban puestas sus gualdrapas o guardamontes de cuero,
las que representaban escudos naturales por lo menos de la
[ 60 ]
�cintura para abajo. La infantería se constituía de tres columnas, comandadas respectivamente por el coronel José
Superí, el capitán Ignacio Warnes y el capitán Carlos Forest, quedando una cuarta columna de reserva al mando
del coronel Manuel Dorrego. La poca artillería la mandaba
Eduardo Holmberg. Belgrano le ordenó al jefe de artillería
que comenzara el ataque bombardeando a los batallones
realistas que avanzaban cargando a la bayoneta. Inmediatamente envió a la infantería de Warnes, a paso de ataque
y con bayoneta calada mientras que Balcarce con sus lanceros cargaba sobre el flanco izquierdo de Tristán, desbandando a la caballería y la infantería enemiga; dando espantosos alaridos y golpeando los guardamontes producían un
ruido impresionante. El ímpetu de la carga fue tanto que
llegaron hasta la propia retaguardia realista. El ruido ensordecedor de los cascos de los caballos y el estallido de las
metrallas de los cañones generaba pánico en la infantería.
El olor a pólvora, a sangre y a bosta inundaba todo.
Por el otro lado del frente la situación se hacía confusa
y desordenada, variando el orden de la iniciativa: ora avanzaban los realistas, ora los patriotas, cambiando el curso de
la batalla. Al crepitar de la fusilada, los oficiales patriotas
hacían enormes esfuerzos para que sus unidades no se desarmaran y mantuvieran un relativo orden dentro del caos.
Se peleaba a sable, bayoneta o machete cuerpo a cuerpo; cuerpo a cuerpo significa que el combatiente huele el
olor a sudor de su contrincante, el aliento de la boca deformada del otro, siente las manos del enemigo aferrándose
[ 61 ]
�a su cuerpo y ve sus ojos aterrorizados, como el otro ve
los suyos. Busca desesperadamente hundir su arma en el
cuerpo del enemigo y sabe que el rival persigue lo mismo.
El panorama era sangriento; zurreaban las balas sobre
cientos de cadáveres esparcidos, de heridos mutilados pidiendo asistencia a los gritos, de caballos relinchando de dolor y
pánico con sus tripas enredadas entre sus patas, de combatientes de ambos lados tratando de escapar de tanto horror.
Enjambres de moscas, convocadas por el intenso hedor, se posaban en la tierra donde la sangre se iba filtrando lentamente.
En medio de la batalla se veía a las auxiliares enfermeras asistiendo a los heridos, dándoles agua que llevaban en
cántaros sobre sus cabezas, o si era necesario, empuñando
algún fusil dejado por su dueño. Estas mulatas eran parte
del Ejército Auxiliar desde su constitución. Belgrano ni
enterado estaba de esta participación, pero cuando le contaron la valiente actuación de María Remedios del Valle,
con convicción y orgullo no dudó en nombrarla capitana.
Al agonizar el combate y el día, no se sabía si el intenso
color rojo del cielo era por las salpicaduras de sangre derramada o por la puesta de un sol indiferente a esa tragedia.
En un momento determinado, Díaz Vélez y una parte
de la infantería de Dorrego se encontraron en un sector del
campo de batalla en el que la artillería goda estaba instalada y,
debido a los desplazamientos de las formaciones, había quedado prácticamente indefensa. Redujeron a los pocos solda-
[ 62 ]
�dos que la protegían y se alzaron con carretas repletas de armas y municiones y unos cuantos cañones. Con tales trofeos,
Díaz Vélez hizo retroceder a la infantería hasta las fosas y
trincheras que defendían a la ciudad y desde ese lugar montó
una línea de custodia de Tucumán, sumando la artillería conquistada. Aguardó el desenlace entre las fuerzas mandadas
por Belgrano y Tristán en una tensa vigilia. Pero al margen
de dicho resultado, no dudó en enviar al capitán José María
Paz a comunicarle a su general que la batalla estaba ganada.
Lo mismo opinó Balcarce, cuando llegó frente a Belgrano,
al evaluar la cantidad de cadáveres españoles y despojos, de
caballos muertos, que cubrían todo el campo de batalla.
Belgrano requirió a su edecán, teniente coronel Francisco Pico, quien se encontraba unos metros detrás de su
comandante.
–Francisco: nos llega información que indica que hemos ganado la batalla. Envía emisarios a todos los cuerpos
con mi orden de reagrupar todas nuestras fuerzas aquí.
Le llevó toda la tarde a Belgrano juntar sus tropas.
Cuando ya estaban prácticamente completando el reagrupamiento, le pidió a su ayudante, el teniente Cabrera, que
enviara un emisario a Díaz Vélez anunciando el regreso del
Ejército a Tucumán. Cabrera lo envió al sargento Ismael
González con la buena nueva.
En el interín Tristán intentó un par de escaramuzas contra la línea defensiva de Díaz Vélez, pero fue rechazado con
contundencia desde las trincheras y desde las piezas de artillería que los patriotas les arrebataran a los españoles, ahora
[ 63 ]
�comandadas con entusiasmo por Eduardo Holmberg. Tristán tomó la decisión final de ese día: replegarse hacia Salta.
Unificado ya todo el Ejército en Tucumán, se constató
que Eustoquio Díaz Vélez y Manuel Dorrego se habían apropiado de trece cañones, trescientos cincuenta y ocho fusiles,
varias carretas con setenta cajas de municiones y ochenta y
siete tiendas de campaña; todo un riquísimo botín que venía
a proveer de mayor capacidad bélica al Ejército del Norte.
En el parte de la batalla destinado al Superior Gobierno de las Provincias Unidas del Río de la Plata, tal
la denominación oficial del Triunvirato, Belgrano informó que cuatrocientos cincuenta realistas murieron en el
campo de batalla y fueron capturados, entre oficiales y
soldados, seiscientos noventa en condición de prisioneros.
Quedaron destruidos varios regimientos y cuerpos militares españoles. Las bajas argentinas fueron de ochenta
muertos y un centenar de heridos. Manuel Belgrano no
dudó en calificar a la batalla de Tucumán como “el sepulcro de la Tiranía”.
Ya en la intimidad de su Estado Mayor, junto a sus
ayudantes de campo y de despacho, el máximo jefe militar
se relajó y se animó a compartir algunas reflexiones:
–El heroísmo de nuestras tropas ha sido determinante
para inclinar el resultado de esta batalla.
Sus oficiales asintieron y comenzaron a dar ejemplos de
destacadas actuaciones por parte de cuerpos y de oficiales.
–Quiero que asuman –agregó Belgrano– el aporte de
este triunfo a la revolución americana y al triunfo de la
[ 64 ]
�independencia de América del Sud. Piensen que si obedecíamos las órdenes del Gobierno y nos retirábamos, o si
quedándonos éramos derrotados en esta batalla, las provincias del norte se perdían para siempre, y los chapetones
hubieran llegado a Córdoba desde donde se haría más fácil
recibir ayuda desde la Banda Oriental y desde el Brasil. A
partir de allí Buenos Aires podría haber caído en manos
realistas, con lo que nuestra revolución hubiera llegado a su
fin. Nuestro triunfo confirma lo erróneo de la apreciación
de Rivadavia sobre el estado de la guerra aquí en el norte.
En su fuero íntimo Belgrano se congratulaba de haberle propinado un duro golpe a Bernardino Rivadavia, quien
había deseado que el Ejército Auxiliar del Norte huyera
hacia Córdoba para así proteger mejor su gobierno.
–Ahora debemos perseguir a los godos hasta sus propias madrigueras –dijo Eustoquio Díaz Vélez.
–Estoy de acuerdo –acotó Belgrano–. Aguardemos la
información de nuestros rastreadores para tener una mejor
composición del enemigo, el que por cierto estará bastante
maltrecho. Mientras tanto debemos ocuparnos aquí de varias
cuestiones: primero disponer el descanso de la tropa, atender
adecuadamente a los heridos y enterrar a los muertos; segundo,
hablar con las autoridades locales para ver en conjunto cómo
se asimila a la población jujeña; creo que se hace necesaria una
nueva leva para contar con los mejores hombres de Tucumán
y Jujuy. Me informan que sucedieron algunos incidentes de
convivencia entre tucumanos y jujeños; hay que atender esto.
Ahora estamos bien de armas y municiones, gracias al coraje
[ 65 ]
�de las fuerzas de Díaz Vélez y Dorrego, pero necesitamos más
brazos y más caballada para el ejército de la Patria.
–Fue producto de la casualidad, no de nuestro coraje,
general, el habernos apropiado de esas vituallas –agregó
Manuel Dorrego–. Nadie en el ejército enemigo se preocupó por defender sus baterías.
–Hubo un murmullo de risas entre los oficiales. Todos
se congratulaban de ese manotazo en medio de la batalla,
que venía a crear mejores condiciones logísticas en el Ejército del Norte.
–General –se dirigió Díaz Vélez a su comandante en
jefe–: creo que nuestro triunfo merece un brindis. He visto
en el otro cuarto que su teniente Cabrera acumuló unas cajas
con porrones de vino.
Belgrano lanzó una carcajada: –Compruebo que usted,
mayor general, se especializa en descubrir escondrijos.
Todos rieron.
–Teniente –Manuel se dirigió a su asistente–: trae ese vino
mendocino que no sé de dónde sacas, que vamos a brindar por
la victoria; y trae también lo que prepararon para comer.
Hubo vítores y aplausos. Allí estaban Díaz Vélez, Lamadrid, Dorrego, Balcarce, Pinto, José María Paz, Cornelio Zelaya, el coronel Superí, los capitanes Warnes y Forest
y el artillero Holmberg.
González y Luriel trajeron primero el vino, junto a
varios jarros de lata, pocos, que deberían necesariamente
compartir, y luego reaparecieron con fuentes cargadas de
empanadas y asado.
[ 66 ]
�Entonces los aplausos fueron más fuertes.
Belgrano sintió que ese momento de alegría y festejos era un bálsamo para su espíritu y su cuerpo. Se sentía
acompañado por sus camaradas de armas. Habían triunfado y eso lo legitimaba al punto que no se sentía ya subordinado al Triunvirato, sino solamente a la Patria, la que
evidentemente transitaba por otros andariveles.
Terminado el brindis entró discretamente al recinto el
sargento Ismael González y llamó a su jefe, el teniente Tobías Cabrera. El teniente salió de la reunión y regresó a los
pocos minutos.
–General –pidió permiso el teniente para hablar–, aquí
le hacen llegar una nota las autoridades del Cabildo local.
Entregó la misiva a Belgrano quien la leyó y luego
comentó:
–Además de las felicitaciones, del Cabildo nos convocan a una sesión extraordinaria para manifestar la gratitud
del pueblo y entregarnos dinero y vituallas que han recogido al calor del triunfo de las armas de la Patria.
Hubo exclamaciones de júbilo.
–La sesión del Cabildo será mañana a la tarde. Considérense todos invitados. Se levanta la reunión, no así la
cena. Disfrútenla.
Belgrano al salir le pidió al coronel Aráoz de Lamadrid
que lo acompañara. Caminaron por el amplio patio interior de la residencia.
–Gregorio –le dijo Belgrano afectuosamente llevándolo del brazo–: quiero felicitarlo por su actuación en com-
[ 67 ]
�bate. No solo mis oficiales me han hecho llegar sus loables
opiniones sobre su accionar, sino que he comprobado en
persona la admiración de sus soldados hacia usted.
–Gracias general –respondió el coronel con su voz recia, que se correspondía con su físico sólido–. A un patriota
no se le agradece su disposición hacia la Patria.
–Es cierto, coronel, es cierto. Pero no puedo dejar de
manifestarle mi satisfacción por contar con oficiales como
usted. Y mi sentimiento es doble cuando el que se destaca
en el combate es un hijo predilecto de esta ciudad.
Aráoz de Lamadrid no respondió. Siguieron caminando
lentamente. Belgrano completó lo que quería decirle:
–No dudo que en un futuro cercano le investirán a
usted con el máximo cargo público en esta provincia. Por
ahora lo necesito en el Ejército. Mientras tanto sé que su
ejemplo contribuirá a que muchos jóvenes tucumanos se
enrolen para imitarlo.
–En eso sí que tengo ventajas sobre mis colegas. No
queda hijo de pariente o amigo a quien no acose para que se
vista con el uniforme de la Patria; y voy teniendo resultados.
Rieron ambos mientras aspiraban el dulce aroma de las
magnolias y granadillas del patio.
Tras esta victoria quedó inmortalizada la frase “Tucumán
sepulcro de la tiranía” en una medalla conmemorativa mandada
a hacer por Belgrano en Potosí. Su bastón de mando, con todo
un pueblo en procesión, fue entregado a la Virgen de la Merced,
nombrándola “Generala del Ejército Patriota”. Manuel sabía
que en esto de la religión también se jugaba una batalla.
[ 68 ]
�En medio de tanta satisfacción recibió días después la
noticia del fallecimiento de su primo, amigo y compatriota
Juan José Castelli. Afectado de un cáncer de lengua expiró
a los 48 años de edad. La noticia derrumbó a Manuel. Además de sentir la partida de su amigo, lo afectó el desamparo
atroz que le producía el saber que ya no estaban ni Mariano
Moreno ni Juan José Castelli para conducir la revolución.
Parecía que el destino lo iba acorralando. ¿Cuánto más sobreviviría él? ¿En qué terminaría ese proceso que habían
iniciado con tanto ímpetu? Estuvo varios días padeciendo
fiebres, vómitos y pesadillas en sus sueños tumultuosos.
Cambio de Gobierno
El efecto del triunfo de Tucumán repercutió rápidamente en Buenos Aires, haciendo que el prestigio del
Triunvirato decayera abruptamente, ya que era conocida
por los patriotas la postura del gobierno de no dar batalla
y escamotear la independencia a la espera de tiempos
mejores que no se sabía cuándo vendrían. Todo el pueblo se exaltó y salió a dar vítores por la calle. Desde la
Sociedad Patriótica se arengaba explicando que se había
triunfado en el norte, a pesar de no haberle suministrado
a Belgrano lo que solicitara con desesperación reiteradas
veces, y gracias a haber desconocido este las órdenes de
no presentar batalla.
En el periódico El Grito del Sud el tucumano Monteagudo utilizó su exquisita pluma para honrar a los
[ 69 ]
�muertos en dicha batalla, y poner al Triunvirato, por elevación, al descubierto de su falta de compromiso con la
independencia:
“Cuando yo veo a los guerreros del Tucumán insultar al
peligro con denuedo, provocar la misma muerte con valor, abrir al fin su sepulcro con placer y presentarse luego
a las legiones enemigas, más bien con el deseo de morir
por la libertad que con la esperanza de vencer la tiranía;
cuando yo los veo … agonizar con las armas en la mano, al
mismo tiempo que huían con pavor los alucinados siervos
del protervo Goyeneche; oigo que los últimos suspiros de
cada vencedor moribundo se dirigen a nosotros, proclamando en el mismo sacrificio de su vida la obligación que
nos impone… El grande y augusto deber que nos impone
la memoria de las víctimas sacrificadas el 24 de septiembre es declarar y sostener la independencia de América…
Ciudadanos: … Jurad la independencia, sostenedla con
vuestra sangre, enarbolad su pabellón y estas serán las
exequias más dignas de los mártires de Tucumán.”
Como estaba prevista la renovación de los integrantes del gobierno en ese mes de octubre, la Logia intentó
colocar a Bernardo Monteagudo, un hombre suyo entre
los nuevos, pero Rivadavia maniobró para proponer como
candidato a un hombre de su confianza, Pedro Medrano.
El 8 de octubre la Logia Lautaro decidió tomar cartas en
el asunto, entendiendo que había que priorizar una política
que bregara por la independencia real y el fortalecimiento del
[ 70 ]
�Ejército Libertador. Entonces esa mañana apareció la plaza
ocupada con los granaderos de San Martín y los Arribeños
de Ocampo. Chiclana, Sarratea y Pueyrredón como triunviros y Rivadavia como Secretario de Guerra tuvieron que
renunciar. Rivadavia fue encarcelado por un tiempo y luego
se lo envió a un destierro interior, al igual que a Pueyrredón.
Por votación de los representantes de Buenos Aires se
designó el segundo Triunvirato, integrado por Nicolás Rodríguez Peña, Antonio Álvarez Jonte y Juan José Paso. Los
dos primeros eran miembros de la Logia Lautaro, con lo que
San Martín se aseguraba un gobierno afín a sus proyectos
independentistas. Y Belgrano también, aún sin saberlo.
Inmediatamente la Logia Lautaro presentó un escrito
contra los integrantes del gobierno destituido, en el que se
los acusaba de ser “reos de lesa patria por haber atentado
contra la libertad civil, por aspirar directamente a la tiranía, por fomentar y renovar sin pudor la más vil y criminal
facción, por usurpar escandalosamente los derechos de los
pueblos confederados y por haber quebrantado todas aquellas reglas que se impusieron con juramento y sancionó la
libertad de las demás provincias libres”.
El nuevo Triunvirato dio vigor al proceso revolucionario.
Envió hombres, armas y vituallas de todo tipo a Belgrano,
además y principalmente, de darle su apoyo moral y político.
La decisión principal del nuevo gobierno fue convocar a
elecciones para diputados a la Asamblea General Constituyente que representaría, a través de sus diputados, al conjunto de las Provincias Unidas del Río de la Plata. La convo-
[ 71 ]
�catoria rezaba entre otras cosas: “España no puede justificar
su conducta en constituirse ante el tribunal de las naciones
imparciales, sin confesar, a pesar suyo, la justicia y santidad
de nuestra causa (…) El eterno cautiverio del señor don Fernando VII ha hecho desaparecer sus últimos derechos con
los postreros deberes y esperanzas las más ingenuas”.
La ligazón con España se iba cortando definitivamente. La Asamblea convocada tendría como objetivos la independencia y la sanción de una Constitución. Comenzaba
una nueva etapa de la revolución.
Un reencuentro
Solo en su dormitorio, Belgrano se sirvió una copa de
cognac, comenzó a relajarse y a recapitular todas las sensaciones fuertes que había asimilado ese día de triunfo. Sentía
que la victoria lograda reconstituía su fortaleza revolucionaria. Recién entonces percibió todo lo que se había jugado
en esa batalla. Y la sensación de que valía la pena luchar por
sus convicciones le reconfortaba el alma. Ese triunfo en esa
batalla en Tucumán justificaba toda su existencia. Le daba
sentido a toda su vida hasta entonces.
Pero no sería la última sensación fuerte de la jornada.
El teniente Cabrera tocó suavemente a su puerta.
–Adelante, Tobías –Belgrano sabía que el único habilitado para interrumpirlo era su asistente, así que descartó
que no fuese él.
–Permiso mi general.
[ 72 ]
�Manuel lo observó y notó la turbación del joven.
–¿Ocurre algún imprevisto Tobías?
–Me temo que sí. Mire general… Allí afuera hay una
señora que dice que es familiar suyo e insiste en que la reciba.
–¿Familiar mío aquí en Tucumán?
–No precisamente… Ha viajado desde Buenos Aires
para encontrarle a usted.
–¿Quién es esa persona? –preguntó con molestia Manuel.
–Su nombre es María Josefa Ezcurra, según me dijo.
Belgrano quedó petrificado. María Josefa era un amor
suyo en Buenos Aires, de larga data. Se habían conocido estando él en el Consulado, en 1802, presentados por el padre
de ella. Manuel tenía entonces treinta y dos años y María
Josefa, diecisiete. Se enamoraron perdidamente; luego los
padres de ella la casaron con un español adinerado, pero ese
matrimonio no duró mucho, ya que en cuanto en Buenos
Aires surgieron los primeros aires revolucionarios, el español
concluyó que corrían peligro todos los súbditos del rey y se
largó hacia la península, abandonando a su cónyuge. María
Josefa y Manuel retomaron su relación, por cierto tumultuosa como era ya la propia vida de él, inmerso en la revolución.
La primera separación había sido cuando Manuel tuvo que
hacerse cargo de la expedición al Paraguay. Entonces María
Josefa se resignó de mala gana a estar separados. Cuando
a Manuel lo designaron al frente del Ejército Auxiliar del
Norte, ella no aceptó la separación, y le comunicó que iría
tras él. Belgrano pensó que era un capricho que se le pasaría,
y ahora se enfrentaba a la promesa hecha realidad. Había
[ 73 ]
�aceptado que ella, de cuando en cuando le enviara cigarros
de hoja de regalo junto a alguna carta, pero nunca se imaginó que se le presentaría, así, en medio de la guerra.
–Hazla pasar, teniente –dijo con una voz tenue, no
usual en quien estaba acostumbrado a dar órdenes.
Tobías Cabrera se percató de que la recién llegada no
era una mujer cualquiera en la vida de su jefe.
Cuando María Josefa entró, Manuel la vio más bella que
nunca. Su impulso hacia ella, mientras aguardaba a que entrase, era de reprimenda y hasta de enojo por presentarse
así sin avisar, pero al verla, su sentimiento de amor barrió
cualquier otro sentir. Quedaron ambos mirándose sin atinar
a nada, y el teniente, unos pasos atrás, sin saber si convenía
retirarse o aguardar órdenes como era de estilo.
–Teniente: puedes retirarte. No estoy para nadie a partir de este momento hasta nuevo aviso.
Para el joven Tobías la intriga por la presencia de esa
mujer quedaba disipada. Se retiró, cerró la puerta y dio órdenes a la guardia que custodiaba al general para que nadie
lo molestara hasta nuevo aviso. Los dos soldados veteranos
movieron involuntariamente sus profusos bigotes en un gesto picaresco que el teniente vio pero que simuló no ver.
–Como me conoces –comenzó ella mientras dejaba su
chal y abrigo sobre un sillón–, sabías que iba a cumplir con mi
promesa de traerte personalmente los habanos que te regalo.
–Sí, no tenía dudas al respecto; solo que el cúmulo de
mis obligaciones me habían hecho posponer la idea de
aguardarte.
[ 74 ]
�–O sea que me olvidaste –dijo ella con malicia suave,
como quejándose, mientras avanzaba hacia él.
–No, de ninguna manera…
No lo dejó terminar de explicarse. María Josefa se puso
en puntas de pie y le entregó el beso más dulce que podía
ofrecerle.
Esa noche fue el reencuentro. Durmieron salteado y
recién a media mañana, después de un suculento desayuno
que Manuel le encargó al teniente Cabrera y que, vaya a
saberse dónde consiguió el joven que se lo prepararan, comenzaron a dejar de hablar de ellos y sus sentimientos para
abordar la situación política. Por suerte para Manuel ese
día no contemplaba obligaciones militares urgentes, por lo
que las pocas órdenes que tenía sobre la reorganización del
Ejército, obsesión del general, las derivó a los oficiales de su
Estado Mayor a través de su edecán.
María Josefa le comentó las novedades políticas en
Buenos Aires; todavía no conocía el cambio de gobierno
pero le describió certeramente la situación y los enfrentamientos políticos entre la Logia y el Triunvirato.
–Estoy seguro –dijo Manuel– de que la Logia pondrá
en caja a ese Triunvirato pusilánime.
Manuel le describió el nuevo escenario en ese lejano
norte, y el cambio de correlación de fuerzas que se presentaba gracias al triunfo allí en Tucumán.
–De todas maneras –comentó–, el devenir no es fácil. Mi
Ejército está compuesto de patriotas valerosos pero adolece
de preparación militar adecuada. Imagínate, querida María,
[ 75 ]
�a estos bisoños adolescentes y a los rudos paisanos enfrentando a las tropas reales veteranas en las guerras europeas.
–Pero estos luchan por la Patria. Los otros defienden
un estado monárquico que no todos quieren.
–Es verdad, María. Pero el soldado de Escuela, mientras adhiere a la causa que lo recluta, combate por ella con
sus mejores virtudes. Los nuestros son diestros con las
lanzas arriba de un caballo pero de armas de fuego y de
formaciones militares no conocen nada. Pero mi custodia
personal son lanceros, con lo que quiero mostrar mi valoración sobre esos hombres. Estoy convencido de que en
una carga de caballería son más útiles las lanzas que las
armas de fuego.
Siguieron departiendo pareceres. Lo que le quedó claro
a María Josefa fue que Manuel tenía por delante una tarea
ciclópea sobre cuya definición ninguno se animaba a vaticinar resultados, pero que conociendo la personalidad de él,
estaba convencida de que la llevaría adelante hasta vencer o
morir. También comprobó que ese objetivo, como una obsesión, iba deteriorando a Manuel física y espiritualmente.
El nuevo día y los siguientes fueron de fiesta en la ciudad. El pueblo estaba exaltado por el triunfo. Se sentían
protegidos por Belgrano y su Ejército y así se lo manifestaban a sus hombres en la calle, en las tabernas, en cualquier lugar donde los pobladores se encontraban con los
uniformados. Hay que aclarar que lo de “uniformados” era
una forma de decir, ya que la mayoría de los combatientes
adolecía de ropas reglamentarias y adecuadas.
[ 76 ]
�Por cierto también fueron días de descanso, aunque la
actividad de preparar al Ejército no disminuía, lo que le
permitió a Manuel gozar de la presencia de su amada y
compartir mucho tiempo con ella.
En esos días Holmberg fue llamado a Buenos Aires,
con lo que se producía una baja sensible, pero también se
sumaron algunos nuevos oficiales, entre los que se destacaba Juan Antonio Álvarez de Arenales, ese español que no
dudó en ponerse al servicio de las armas patriotas en Chuquisaca en cuanto se desataron los aires revolucionarios.
Unas semanas después se incorporaron algunos refuerzos
enviados desde Buenos Aires al mando de los coroneles
Gregorio Perdriel y Benito Álvarez.
Se terminó de asimilar al grueso de jujeños, por un lado
gracias a la hospitalidad de los tucumanos y por otro a que el
gobierno dispuso de instalaciones inherentes a sus funciones
para utilizar de alojamientos. También el gobierno se encargó de la comida. Era una situación anómala que persistiría
hasta que pudiesen los jujeños retornar a su ciudad.
El fantasma de Paraguay
Con fiebre o sin fiebre, dormido o despierto, Belgrano
tenía sueños, a veces pesadillas, referidas al Paraguay… Los
recuerdos de aquello habían reverdecido, sin poder evitarlo,
desde que estaba al frente del Ejército Auxiliar del Norte.
Suponía que lo que podía llamar pesadillas (en sus sueños o
en sus duermevelas) le traían al presente sus miedos al fra-
[ 77 ]
�caso, al ridículo, al oprobio, como un alerta para no repetir
la tragicomedia de su enjuiciamiento por su actuación en
Paraguay, con resultado incierto. Como diciéndole ¿por qué
te volviste a meter?
…Estaban en Candelaria. A eso de las dos de la mañana ordenó embarcar en las balsas, construidas como se había podido, para cruzar el Paraná y atacar por sorpresa a los
españoles y paraguayos realistas. Cuando empezó a rayar el
día y la selva se despertó con su sinfonía de colores, cantos
y ruidos, las balsas avanzaron en formación de batalla con
los soldados de pie sobre los costados y los oficiales en los
centros. Desembarcaron dentro de un bosque espeso que
había abandonado el enemigo. Cuando el sol asomó por
encima de la vegetación, salieron a buscarlo. Lo encontraron poco más allá. Después de un breve pero intenso intercambio de fuego los paraguayos huyeron abandonando
artillería, municiones y una bandera. Ese día se festejó con
asado sin sal ni pan, provisto por el escaso ganado en pie
que aún se conservaba.
Belgrano confiaba en encontrar en Paraguay partidarios de la causa, pero no fue fácil.
Aquí lo despertó Luriel trayéndole una tisana recomendada para el descanso y haciéndole ver, sin proponérselo, que
estaba en Tucumán y no en Paraguay. Se percató de que estaba soñando, aunque el indio pensó que no, que estaba despierto y por eso se animó a espabilarlo. Tomó el té, notó que
estaba sudando allí en su sillón de trabajo, vestido de general,
sin saber bien qué hora era, pero se abandonó a que su mente
[ 78 ]
�siguiera el itinerario que había utilizado, ahora ya despierto,
porque le interesaba volver al Paraguay.
…Luego la situación cambió: venían en retirada soportando todos los sinsabores de la guerra y la naturaleza. Las
lluvias eran continuas. No había arroyo que no tuvieran que
cruzar con el agua hasta la cintura y las armas en alto o, al
menos, mojándose las piernas. El acoso de los mosquitos era
intolerable. Retrocedieron hasta el río Tacuarí en Misiones.
Allí Manuel sancionó una serie de medidas en beneficio de
la poca población que encontraron y en honor a la revolución: devolución de todos sus bienes a los indios misioneros;
libre comercio de sus producciones; igualdad de derechos
civiles y políticos; distribución de tierras públicas; eximición
del pago de impuestos; prohibición de castigos corporales;
fundación de escuelas. Aspiraba a que esas medidas, aunque
eran más formales que reales aún, mostraran la verdadera
cara de la revolución en toda la región. ¡Por fin la revolución!
Belgrano sabía que la revolución era eso: medidas concretas
que ansiaba el pueblo sufriente y pobre. Esas medidas, encuadradas en un Reglamento fueron publicadas en idioma
guaraní. ¡Llegaba la revolución en idioma guaraní pero faltaba difundirla más para que se hiciera carne!
Le escribió a Mariano Moreno sobre la cuestión de los
gastos de la expedición, los que eran difíciles de solventar.
Entonces, para no esperar más, decidió expropiar los bienes
de los españoles: “ellos han de ayudar a nuestros gastos, y
por lo tanto he mandado rematar la estancia de uno que
ha fugado a Montevideo”. En la misma carta le explicaba a
[ 79 ]
�Moreno los problemas que tenía con la formación militar de
sus oficiales. Le contaba: “lo que es mucho es en verdad la
ineptitud de los oficiales pero no pierdo intento de instruirlos y de obligarlos a que se instruyan”.
Como coronel que era, decidió donar la mitad de su
sueldo para el mantenimiento de esa expedición.
Se preocupó de mantener informados a los miembros
de la Junta revolucionaria sobre su accionar. En una misiva
al presidente de la Junta, Cornelio Saavedra, le manifestó
las dificultades que tenía, y agregó: “también es verdad que
después me quedan otros obstáculos de tamaño; ¿pero a qué
hemos venido? A vencerlos; tendremos nuestros contrastes,
acaso adversos, mas no por esto hemos de abatirnos: dinero,
pólvora y ¡vamos adelante!” Sus notas reflejaban un optimismo y una fortaleza que, en realidad, no tenía. El húmedo
clima de la Mesopotamia minaba su organismo.
En cierto momento apareció el enemigo. Gran parte
de las fuerzas patriotas fueron rodeadas y abatidas. Pero
Belgrano contraatacó al frente de una columna de más de
doscientos soldados; el enemigo vaciló y fue derrotado temporariamente. Entonces Belgrano, fiel a su objetivo de confraternización, propuso un armisticio. Planteó que las armas
de la Patria habían ido a auxiliar al Paraguay y no a conquistarlo, pero que si los paraguayos no consentían en ello,
el ejército estaba dispuesto a repasar el río Paraná, evacuando la provincia para evitar derramamientos de sangre entre
hermanos. ¡La revolución también era eso!: no respondía al
afán de conquista y poder; era unidad y fraternidad entre
[ 80 ]
�hermanos. Se sentó a una mesa improvisada entre el humo
de la pólvora y los ayes de los heridos, cubierto por una lona
que sostenían dos soldados para protegerlo de la intensa
lluvia que se había desatado y escribió: “Artículo primero:
Habrá desde hoy paz, unión y entera confianza, franqueza
y libertad de comercio de todos los frutos de la provincia,
incluso del tabaco, con las del Río de la Plata y particularmente con la de Buenos Aires”. Ese concepto había sido el
espíritu de la expedición al Paraguay. No se sentía, por ende,
derrotado en esa campaña. Se sentía derrotado por Buenos
Aires, adonde volvería en las próximas horas sin saber qué
le esperaba. Él rendiría cuentas solamente a la Patria; no a
ésos que se amparaban en la revolución, tal vez para impedirla. La sombra de Moreno protegía su propia dignidad y
no la iba a regalar así nomás.
Durante una tensa espera trataron de recuperarse comiendo charqui vacuno y chuño blanco; un batallón más
afortunado cazó un tapir y se prepararon una chanfaina
con su carne y con lo que pudieron agregarle.
Las orillas del río Tacuarí fueron testigo de la derrota más gloriosa y fructífera de nuestra historia. Cuando el
general Cabañas le intimó la rendición, Belgrano insistió
en no capitular. Cuatro combates y una resistencia heroica
conmovieron al general Cabañas, que ofreció un armisticio
dignísimo. Los argentinos desalojarían el Paraguay con devolución de prisioneros.
Belgrano cautivó a Cabañas, primero por su persona y
después por sus planes, que eran los de la revolución. Y al
[ 81 ]
�regreso a Asunción, el ejército de Cabañas depuso al régimen colonial. El objetivo se había cumplido.
Este final no era ninguna pesadilla.
Proceso y absolución
Estaba bien despierto cuando recordó su caída en desgracia. Le habían ordenado ir a la Banda Oriental; allí recibió
la orden por la que se lo relevaba del mando y se lo obligaba
a comparecer en Buenos Aires en un proceso que se le iniciaba. Pensó en Moreno: si él hubiera estado, la revolución
seguiría su marcha; ahora parecía que todo estaba perdido.
Pensó en el desdichado de Castelli e imaginó su caída desde
la altura del reconocimiento y los honores al charco infamante del oprobio. Recordó cuando no hacía tanto tiempo, junto
con la orden de atravesar el río Uruguay para reunirse con
las milicias de Artigas y las fuerzas de Rondeau, con el fin
de hacer frente a de Elío que había vuelto a Montevideo con
su título de virrey bajo el brazo, le llegó su nombramiento de
Brigadier. ¡Qué ironía!: de su distinción y reconocimiento
a su procesamiento. Él había decidido en aquel momento
no aceptar su promoción porque nunca había pensado actuar por interés ni distinciones y porque previó entonces la
multitud de enemigos que por envidia podía acarrearle el
grado otorgado. Así se lo había hecho saber a sus amigos,
pero éstos no aceptaron sus razones. Ahora, ante la orden
de relevo, se daba cuenta de que ya existía esa multitud de
enemigos en su propio bando. Lo primero que se le ocurrió
[ 82 ]
�fue resistir, no tanto por él sino para defender a sus amigos
de la influencia de Saavedra y su camarilla; pero prevaleció
en definitiva el temor a que lo acusasen de ambicioso de
gloria militar, por lo que terminó accediendo. Dejó el mando
en manos de Rondeau y partió hacia Buenos Aires. Recordó
los esfuerzos y el valor que pusiera su tropa a lo largo de la
campaña. ¿Todo eso había sido en vano? Sabía que no, que
había dejado prendida la causa de la independencia, al punto
que en el Paraguay ahora había dos posturas contrapuestas
e irreconciliables: las de los porteñistas y los autonomistas.
Había fundado dos pueblos: Mandisoví y Curuzú Cuatiá
y había difundido entre los indígenas los derechos que la
revolución les reconocía. ¿Qué más?
El 6 de junio de 1811 se inició la causa contra Belgrano
en Buenos Aires. Moreno había sido asesinado y Castelli
acababa de ser destituido producto del desastre de Huaqui,
encarcelado y padeciendo un juicio que le iniciara el primer Triunvirato. La revolución, por esos días, parecía que
agonizaba.
No había acusaciones concretas sino una confusa, ladina y anónima “petición del pueblo para que se presentaran los cargos que se considerasen”. Toda una maquiavélica
conspiración contra el general. Este, incómodo, comparecía sin saber bien de qué se trataba.
El coronel Marcos González Balcarce fue designado
fiscal militar. Lo primero que ordenó fue publicar bandos
entre la tropa de la expedición que Belgrano comandara
y en el Ejército de la Banda Oriental, además de ubicar
[ 83 ]
�cartelones públicos llamando a ciudadanos y militares que
pudieran aportar cargos. No hubo respuestas concretas ni
en ese ni en un segundo llamado. Entonces fueron los oficiales que actuaran bajo las órdenes del acusado quienes
presentaron un escrito declarando “que no había un oficial
ni un soldado que tuviera la menor queja que producir contra él” y rematando que lo hacían “sin que a esto nos haya
impelido otra causa que el amor a la justicia, y salvar el
buen nombre de un patriota, a quien vimos sacrificarse en
todas ocasiones en obsequio de la Patria y de la gran causa
que defendemos”. Agregaba el escrito: “el heroico valor con
que logró que nuestras armas se cubriesen de gloria en los
memorables ataques de Candelaria, Paraguarí y Tacuarí”.
Este documento más las declaraciones de numerosos oficiales fueron contundentes para salvar el honor y la inocencia en los cargos con que se lo acusaba al general en jefe
de la expedición. Finalmente el juicio culminó con la absolución del acusado, la que fue reflejada en la Gazeta con
el siguiente texto: “Belgrano ha servido bien a la Patria…
La Patria lo llamó para que lo justificase, y él lo ha hecho.
La Patria confiesa y lo publica, y el decreto siguiente de
la Excma. Junta será un testimonio perpetuo de ello, que
funde su reconocimiento y sirva de estímulo a los demás:
‘Vistos con lo expuesto por el Excmo. Cabildo, alcaldes de
barrio y oficiales del ejército del Norte, se declara que el
general don Manuel Belgrano se ha conducido en el mando de aquel ejército con un valor, celo y constancia dignos
del reconocimiento de la Patria; en consecuencia queda
[ 84 ]
�repuesto en los grados y honores que obtenía, quedando
en conformidad de lo acordado en las peticiones del 6 de
abril, y para satisfacción del público y de este benemérito
patriota, publíquese este decreto en la Gazeta’.”
Dos meses duró para Belgrano la angustia y sufrimientos por esa canallada. Ahora le llegaba la absolución y con
ella la satisfacción de haber echado por tierra la intención
de hundirlo; quedaba claro que la maniobra contra él perseguía defenestrarlo y encarcelarlo. Los enemigos de la
revolución, los mismos que habían asesinado a Mariano
Moreno en alta mar, habían enjuiciado a Juan José Castelli,
habían desterrado a Domingo French a la lejana Patagones, también confinado a lejanos lugares a Beruti y Donado, encarcelado en Luján a Larrea, según se había anoticiado, visualizaban en él un peligroso enemigo. Se preguntó:
¿Habían sido ingenuos Moreno, Castelli, él y tantos otros
en subestimar las fuerzas de los que no querían la independencia? ¿Los alejamientos de Buenos Aires de él yendo al
Paraguay y de Castelli al norte, habían sido adrede, para
debilitar más a Moreno? Las respuestas a esas preguntas
quedarían sin formularse por ahora. Lo cierto era que la
maledicencia reinante hacia él minaba imperceptiblemente su estado de ánimo y le imponía un peso brutal sobre
su sentido de la responsabilidad frente al Ejército Auxiliar
del Norte. No quería volver a pasar sinsabores y angustias
como esas.
[ 85 ]
�Bandera y marcha hacia la victoria
Seguían los festejos populares en Tucumán. Belgrano
era el héroe indiscutido. No podía salir a las calles sin que
lo rodearan hombres y mujeres para palmearlo, darle la
mano, saludarlo.
–¡Felicitaciones, general!
–¡Viva el héroe de la Patria!
–Héroes son nuestros combatientes, paisano –respondió Manuel–. Especialmente nuestros muertos en el campo de batalla.
El general se hacía acompañar, cuando salía, por María
Josefa Ezcurra, el teniente Tobías Cabrera y dos soldados
más: el sargento Ismael González y el cabo Luriel.
Al pueblo le caía bien ver caminar amartelados al general y a esa hermosa mujer, sobre la que especulaban si era
norteña o abajeña.
Una mujer mayor se acercó al general, quiso besarle
una mano pero el indio Luriel lo impidió:
–General –le dijo la mujer a Manuel, superando a la
custodia–: tengo dos hijos en edad de combatir que pongo
a su disposición.
–¡Dios la bendiga compatriota!
Caminaban entre la gente recibiendo salutaciones y muestras de cariño, como el general no había experimentado. Terminaron visitando algunos lugares de exhibición de artesanías.
El reclutamiento era una obsesión de Manuel. Necesitaba un Ejército más grande, mejor organizado y disciplinado,
[ 86 ]
�sobre todo porque estaba seguro de que los realistas, estuviesen donde estuviesen, se estarían también reorganizando y
recibiendo refuerzos desde Lima. La diferencia entre ambas
fuerzas residía en que los españoles, por lo menos la parte que venía de Europa, tenía experiencia de combates con
ejércitos bien formados en el viejo continente. Belgrano persistía en hacer del suyo un ejército lo más profesional posible: reorganizó el parque y la maestranza, mejoró el servicio
de Sanidad, un Cuerpo de Ingenieros y una Compañía de
Guías. Además reforzó la disciplina, apoyándose en lo que
ya había avanzado Holmberg, acostumbrando a las formaciones a revistas periódicas y ensayos generales.
“Mucho hay que hacer”, se decía, “y mucho que trabajar para poder dar forma a esto que se llama ejército y que,
reunido, tal vez no formaría un regimiento”.
Ese objetivo le llevó casi cuatro meses. Belgrano disfrutó de ese período de paz en compañía de su amada. Cuando llegó el momento de partir le costó bastante convencer
a María Josefa de la imposibilidad de llevarla consigo; ayudó a la definición el hecho que ella sentía que podía estar
embarazada, por lo que se resignó a quedarse en Tucumán
bajo la promesa de que él la llamaría a su lado cuando las
condiciones lo permitieran; y si no lo permitían, lo más
atinado sería que regresara a Buenos Aires para atender su
parto, si es que su presentimiento resultaba correcto.
Por esos días Belgrano recibió una alegría adicional: un
chasqui, acompañado de dos jinetes de custodia, traía un
parte de Ascencio Padilla junto con una bandera envuelta
[ 87 ]
�en trapos; así enrollada y atada la bandera no se sabía a quién
identificaba, pero el parte, leído de inmediato por Manuel
ante los oficiales de su Estado Mayor que lo acompañaban,
lo aclaraba; relataba una batalla ganada por “Los Leales” en
el cerro de la Plata, a sesenta kilómetros de Chuquisaca, en
la que Juana Azurduy, arremetiendo con su corcel al abanderado enemigo, le había arrancado de sus manos la bandera
española, la que era enviada como trofeo de guerra a Belgrano y al Ejército Auxiliar. Belgrano terminó de leer el parte y
un aplauso espontáneo surgió entre los presentes.
–Esta mujer es una heroína –dijo Manuel emocionado–. Mando que esta bandera se exhiba ante toda la tropa
y se explique su origen.
Sin que lo esperaran llegaron de Buenos Aires, como
una gota de agua al sediento, unos miserables pesos a cuenta
de paga: dos pesos a la tropa, veinte y veinticuatro reales a
los cabos y sargentos y cuatro pesos a los oficiales. Eso vino
a descomprimir algo el malestar producido por el hecho de
que hacía meses que no veían un peso. Apenas tuvieron algo
de tiempo para gastarlos en las cantinas de Tucumán.
Con la moral alta y bien pertrechado el Ejército del
Norte emprendió la marcha hacia Salta, de donde tenía información de que se había fortificado Pío Tristán desde el
12 de enero. Belgrano seguía con la obsesión de dotar a los
combatientes por la Patria de una bandera que los identificara. En Jujuy había hecho honrar por las tropas la misma
que ondeara en las barrancas del Paraná, pero sin el permiso oficial, más bien con su rechazo. Había insistido con ese
[ 88 ]
�tema ante la Asamblea que se había constituido en Buenos
Aires, pensando que habría mejores condiciones que antes
para que contemplaran el pedido que el Triunvirato y Rivadavia le negaran. Sí había conseguido que el Primer Triunvirato declarara la escarapela como símbolo nacional: “que debemos usar”, les escribió cuando lo propuso, “para que no se
equivoque con la de nuestros enemigos”, pero la bandera era
otra cosa. Grande fue su regocijo cuando, pocos días antes
de marchar, le llegó la autorización a tener bandera, solo que
la Asamblea disponía que fuese la enseña del Ejército del
Norte, no de todo el país. Esto último no importó a Manuel,
quien hizo confeccionar la bandera celeste y blanca como la
que izara en las barrancas en Rosario.
–¡Por fin tendremos bandera, Tobías! –le dijo a su joven
asistente–. Llámalo a Díaz Vélez que vamos a organizar la
jura de la misma y la obediencia a la Asamblea Nacional.
Habían llegado al río Pasaje y allí Belgrano ordenó
acampar sobre la arena de la costa, depositada por la arramblada del río en épocas pasadas. Con Díaz Vélez organizaron la ceremonia de la jura, haciendo formar en cuadros
a toda la tropa. Los de caballería llevaban sus lanzas con
pendones del color de la bandera, apoyadas en los estribos
abajo y sostenidas en los arzones a la altura de las manos.
Fue un momento emocionante para Belgrano, para sus
oficiales y luego también para todo el Ejército. Así lo reflejó Manuel en nota dirigida a la Asamblea después del acto:
“Cumpliendo con lo que Vuestra Excelencia me ordenó con fecha 1° del corriente, procedí este día a prestar el
[ 89 ]
�reconocimiento y competente juramento de obediencia a
la soberana representación de la Asamblea Nacional bajo la
solemnidad respetuosa de las armas a mi mando, y según la
fórmula que V.E. me prescribiera. El acto creo haber sido
uno de los más solemnes que se han celebrado en toda la
época de nuestra feliz revolución. La bandera del Ejército
fue conducida por el Mayor General Don Eustoquio Díaz
Vélez, a quien acompañábamos el Coronel Don Martín
Rodríguez y yo escoltados de una compañía de granaderos que marchaba al son de música. Formando el Ejército
en cuadro, se situó en medio dicho Mayor General con la
bandera, proclamé al ejército, anunciándole la nueva que
motivaba aquel acto, e hice leer en voz alta el oficio circular de V.E. e impreso adjunto. Inmediatamente presté,
por mi parte, el juramento en presencia de las tropas, y
bajo la fórmula prescripta, ante el Mayor General, quien
lo ejecutó del mismo modo ante mí. Continuaron después
los coroneles y comandantes del ejército y, concluido el juramento de estos, interrogué bajo la misma fórmula a todos los individuos que formaban el cuadro, quiénes con sus
expresiones y la alegría de sus semblantes, manifestaban la
sinceridad de sus promesas y el júbilo que había causado en
todos, el logro de sus justos deseos.
Colocando después, el Mayor General, su espada en
cruz con el asta de la bandera, todas las tropas desfilando,
la fueron besando de uno en uno, y finalizado este acto,
volvió el mismo Mayor General con la bandera hasta el
lugar de mi alojamiento a la cabeza de todos los cuerpos,
[ 90 ]
�que le seguían al son de música. Yo no puedo manifestar a
V.E. cuánto ha sido el regocijo de las tropas y demás individuos que siguen a este ejército: una recíproca felicitación
de todos por considerarse ya revestidos con el carácter de
hombres libres, y las más ardientes y reiteradas protestas de
morir antes de volver a ser esclavos, han sido las expresiones comunes con que han celebrado tan feliz nueva y que
deben afianzar las esperanzas de cimentar, muy en breve, el
gran edificio de nuestra libertad civil.”
Era el 13 de febrero de 1813.
La batalla de Salta
Una semana después el Ejército Auxiliar del Norte estaba en las cercanías de Salta, en busca de poder enfrentar
al enemigo. El capitán Apolinario Saravia, oriundo de esa
ciudad, desplazó al Ejército, con la anuencia de Belgrano,
por senderos serranos que evitaban pasar por la zona del
Portezuelo, único acceso por el sudeste, ya que allí había
apostado sus tropas Pío Tristán a la espera de los argentinos. Por un carrascal escabroso y quebrado, dificultado por
la lluvia, los argentinos entraron por el norte apareciéndole
al enemigo por la espalda.
Belgrano dispuso cinco columnas de infantería en línea, dejando una retrasada al mando del coronel Gregorio
Perdriel, junto con doce piezas de artillería. En el batallón
6° de infantería puso al frente a su edecán, el teniente coronel Francisco Pico. A cada flanco iba la caballería coman-
[ 91 ]
�dada por José Bernaldez Polledo. Una numerosa reserva
aguardaba intervenir al mando de Manuel Dorrego. Al
frente de su Estado Mayor destacó al coronel Álvarez de
Arenales, héroe de Chuquisaca, recientemente escapado de
la prisión española. Los realistas esperaban con su infantería, caballería y diez piezas de artillería, sumando una columna de fusileros sobre la ladera del cerro San Bernardo.
Antes de que se desarrollara la acción Belgrano pasó
revista a los cuerpos formados, y ante cada uno de ellos
nombró a los valientes que habían muerto hasta allí. Terminó su arenga diciendo:
–¡No existen, pero viven en nuestra memoria como
mártires de la libertad!
El general Belgrano informó primero a Bernaldez
Polledo y luego a su Estado Mayor que él encabezaría la
caballería; por esa razón había designado a Arenales en su
reemplazo. Hubo un intento de Díaz Vélez de pedirle que
se preservara pero la mirada dura y firme de Manuel le hizo
desestimar la petición. Sus oficiales y unos cuantos soldados lo vieron en persona ensillar su cabalgadura, embridarla,
comprobar el bocado, la cincha y las herraduras; cualquier
paisano sabía que era fundamental que las herraduras estuviesen firmes, cabalgando sobre terreno rocoso como el que
pisarían. Cuando un comandante se prepara para la batalla,
poniéndose al frente de sus hombres, la autoridad y el respeto que emanan de su actitud crecen y gana la consideración
de todos. El combatiente va convencido a la batalla cuando
sabe que su comandante va en primera fila. Belgrano montó
[ 92 ]
�su cabalgadura, echó un vistazo a su reloj de bolsillo, al que
no se había olvidado de dar cuerda temprano, desenvainó su
sable y dio la primera orden de batalla.
A la mañana temprano, bajo una intensa lluvia, comenzó la confrontación. Ambas fuerzas chocaron violentamente
en un reñido combate que terminó siendo cuerpo a cuerpo
con sable, bayoneta calada y machete, que produjo numerosas bajas por ambos lados. Lo dificultoso del terreno y la
lluvia complicaban el avance patriota. Cerca del mediodía
Belgrano ordenó a la reserva que atacase y a la artillería que
cañoneara al enemigo que no estaba mezclado con sus propias fuerzas. Él mismo arremetió al frente de la caballería,
sableando a diestra y siniestra. El humo y el olor a la pólvora
hacían irrespirables las zonas donde se combatía. Los pequeños cañones de a cuatro libras de Belgrano, llegados con
dificultad por el terreno escabroso, tiradas por caballos sus
cureñas con los cañones limpios y engrasados, se activaron
con los botafuegos humeantes usados sin pausa por los cabos
de piezas. El cañoneo hacía estragos entre los infantes realistas. La metralla intensa zumbaba, rompía, quebraba, mataba
y, sobre todo, producía un terror incontrolable. Las columnas
de infantería lograron romper la defensa española y adentrarse en la ciudad. Pío Tristán combatía retrocediendo hasta
que se concentró en la Plaza Mayor. Dispuso sus fusileros en
el campanario de la cúpula de la catedral y armó su defensa
allí abajo. El coronel Manuel Dorrego con su batallón fue el
primero en entrar a la Plaza. Detrás venía la caballería con
Belgrano al frente. La situación se hizo insostenible para los
[ 93 ]
�realistas, por lo que finalmente Tristán mandó tocar las campanas de la iglesia de La Merced, en señal de rendición. La
victoria patriota fue total. En la torre de la catedral flameó el
poncho celeste que usaba el coronel Superí, como símbolo
de ese triunfo, anoticiando a todo el ejército.
La rendición formal fue solemne y caballeresca, tal
como se acostumbraba en la época: el enemigo entregando
sus armas ante las tropas vencedoras, y el jefe español ofreciendo su sable, signo de su mando, al general triunfante.
Entonces ocurrió un hecho singular que causó sorpresa a los
argentinos y también a los españoles que formaban como
prisioneros: no solo Manuel desestimó tomar el sable de Pío
Tristán, sino que le ofreció un fraternal saludo. Ambos jefes
se estrecharon en un fuerte abrazo. Lo que casi nadie sabía
allí era que ambos jefes eran amigos, habían sido condiscípulos en Salamanca y convivido en Madrid. Pío Tristán
era americano, nacido en Lima, y como Manuel, había ido a
estudiar a la Península.
–Se despedaza mi corazón –le dijo Belgrano– al ver
tanta sangre americana derramada y por haber tenido que
combatir a un entrañable amigo.
–Lamentablemente –contestó Tristán– la guerra nos ha
puesto en veredas diferentes, general. Pero yo sigo guardando el mejor de mis afectos hacia el amigo que conocí y traté
en España.
–Igual sentimiento me embarga, Juan. Espero que no
pase mucho tiempo antes de que la paz se imponga en estas
generosas tierras y convivamos aquí en armonía y respeto.
[ 94 ]
�Belgrano rechazó la rendición incondicional de Tristán y
la entrega de su sable, garantizando para él, sus oficiales y su
tropa integridad y libertad bajo el juramento de no volver a
empuñar las armas contra los patriotas. Este gesto ganó para
su causa a no pocos combatientes enemigos. Se liberaron a los
prisioneros que se tenían con anterioridad, comprometiéndose Tristán a que Juan Manuel Goyeneche, su jefe superior,
hiciera lo mismo con los prisioneros argentinos en su poder.
–Nunca olvidaré su gesto, Manuel –fueron las palabras
de despedida de Pío Tristán.
–Y yo recordaré siempre al amigo contra quien tuve el
honor de combatir tres veces.
Tristán quedó sorprendido por lo de “tres veces”. Belgrano lo notó y lanzó una fuerte carcajada, ante la sorpresa de
las formaciones que no escuchaban lo que los jefes militares
conversaban.
–Usted se olvida, querido amigo, de nuestro enfrentamiento por el amor de Paquita en Madrid.
Ahora el que se rio fue Pío Tristán.
Lamentablemente, el gesto de Belgrano de otorgar la libertad a los vencidos bajo el juramento de no volver a tomar
las armas contra la revolución no fue cumplido por la mayoría. Los soldados realistas juramentados en Salta, al llegar a
Oruro fueron relevados de su juramento por el Obispo local,
quien argumentó que no era válido por haber sido hecho a
la fuerza ante herejes. La mayoría se reincorporó al ejército.
Pío Tristán cumplió con su juramento, se retiró y se asentó
en su natal Arequipa.
[ 95 ]
�Belgrano se dio tiempo para recorrer el hospital de campaña para interiorizarse del estado de los heridos. Durante
el curso de la batalla había recibido la información de que
su segundo, Díaz Vélez, había sido herido por un disparo en
una pierna. Se cercioró en aquel momento de que la herida
no era de gravedad, pero que tenían que atenderlo de urgencia por la sangre que había perdido. Entró a la tienda que
servía de hospital y buscó a su subalterno. Este estaba tendido en un catre, con su pierna vendada pero de buen ánimo.
Se saludaron dándose ambas manos.
–Mi general –dijo Eustoquio–. Hoy es un día de gloria;
hemos vencido.
–Así es –respondió Manuel–, gracias al coraje de guerreros como usted. Me siento orgulloso de que sea mi segundo. Me informaron que siguió combatiendo aun estando herido y desangrándose.
Díaz Vélez se sonrió: –No lo tome como un acto de
valentía; es que en el fragor de la lucha casi ni me di cuenta
de que me habían pegado un tiro; apenas sentía una molestia en la pierna. Recién me enteré cuando producto de la
sangre perdida comencé a marearme.
–No sea modesto, Mayor General. Repóngase pronto
para poder seguir sirviendo a la Patria.
–Gracias, Manuel. Déjeme decirle que algunos oficiales me dijeron que ellos y la tropa se sienten orgullosos de
que usted haya estado en primera fila en el combate.
Belgrano se sonrió y palmeó a su segundo y amigo.
Luego siguió recorriendo el lugar, en el que muchos com-
[ 96 ]
�batientes heridos estaban tendidos en el suelo por falta de
catres. Las muestras de cariño hacia el comandante del
Ejército del Norte fueron unánimes: “¡Buenos días, General!”, “Bienvenido General”, “¡Qué paliza que les dimos,
General!”, “¡Viva la Patria General, aunque yo muera!”
Belgrano se fue interiorizando de los pormenores de la
batalla, muertos, heridos, oficiales y soldados que se destacaron. Entre estos últimos le informaron que Gregorio
Aráoz de Lamadrid fue el más destacado oficial en la lucha
cuerpo a cuerpo contra los chapetones. No fue el único, ya
que también los coroneles Pico, Superí y Dorrego sobresalieron en la batalla.
En la noche, tarde, Belgrano, después de ordenar las últimas instrucciones para la vigilancia y el descanso del Ejército,
agotado por la jornada vivida, luego de un reparador baño en
una tinaja grande para él dispuesta, de comer algo liviano y de
ponerse ropa limpia de paisano, se dio tiempo para dictarle a
su amanuense el parte al gobierno en Buenos Aires:
“El Todopoderoso ha coronado con una completa victoria nuestros trabajos: arrollado con las bayonetas y los
sables al ejército al mando de don Pío Tristán, este se ha
rendido del modo que aparece en la adjunta capitulación:
no puedo dar a V.E. una noticia exacta de los muertos y
heridos ni tampoco de los nuestros, lo cual haré más despacio, diciendo únicamente por lo pronto que mi segundo, el
mayor general Díaz Vélez, ha sido atravesado en un muslo
de bala de fusil cuando ejercía sus funciones con el mayor
denuedo conduciendo el ala derecha del ejército a la victo-
[ 97 ]
�ria en su desempeño; el del coronel Rodríguez, jefe del ala
izquierda, y el de todos los demás comandantes de división,
así de infantería como de caballería, e igualmente el de los
oficiales de artillería y demás cuerpos del ejército, ha sido
el más digno y propio de americanos libres que han jurado
sostener la soberanía de las Provincias Unidas del Río de la
Plata, debiendo repetir a V.E. lo que le dije en mi parte de
24 de septiembre pasado, que desde el último soldado hasta
el jefe de mayor graduación e igualmente el paisanaje se han
hecho acreedores a la atención de sus conciudadanos, y a
las distinciones con que no dudo que V.E. sabrá premiarles.
Dios guarde a V.E. muchos años, 20 de febrero de 1813”.
En el Parte de Guerra adicional a la Asamblea, Belgrano
informa:
“Como consecuencia del triunfo patriota en la batalla
de Salta, todo el ejército realista fue muerto o puesto en
cautividad, los 3.398 combatientes. Los españoles tuvieron
481 muertos, 114 heridos (capturados) y 203 prisioneros
sanos, incluidos 17 oficiales; otros 2 generales, 7 jefes, 117
oficiales y 2.023 hombres que se rindieron al día siguiente,
entregando 2.188 fusiles, 1.096 bayonetas, 156 espadas, 17
carabinas, 10 cañones y 6 pistolas, también todo el parque
de guerra y tres banderas reales. Durante la batalla fueron
capturados 5 cañones y 500 fusiles. El ejército de las Provincias Unidas tuvo 101 soldados y 2 oficiales muertos más
419 soldados y 14 oficiales heridos.”
Instruyó al teniente Cabrera para que despachara la misiva a Buenos Aires, y ya relajado, se permitió servirse una copa
[ 98 ]
�del cognac que Chiclana, el repuesto gobernador intendente
de Salta le dejara en su habitación. Se arrimó a la ventana
que daba a la Plaza Mayor. Salvo la vigilancia que dispusiera,
no se veía movimiento alguno. Varias carretas en las que el
Ejército había acopiado fusiles y demás armas tomadas a los
realistas se encontraban allí fuertemente custodiadas. La noche seguía inclemente, con una fina llovizna que hacía brillar
las columnas del alumbrado a aceite. Algún animal nocturno
cortaba con sus gritos el abrumador silencio.
Pensó en lo acontecido y en sus consecuencias. No se
le escapaba que haber triunfado en Salta aventaba el peligro de una invasión realista primero a Córdoba y luego
a Buenos Aires. La revolución en el sur estaba a salvo y
el norte del ex virreinato se había recuperado. Sentía que
había cumplido con su responsabilidad. Con esa sensación
se durmió profundamente.
Cuando Eustoquio Díaz Vélez estuvo repuesto de su herida, Manuel lo nombró Gobernador Militar de Salta, para
acompañar a Chiclana. Díaz Vélez mandó colocar la bandera
argentina en el balcón, lo que se hizo por primera vez, y envió
los trofeos de guerra tomados a los españoles a la sala capitular.
Al Potosí
El triunfo de Salta cambió la situación militar, política
y social de todo el Alto Perú. Belgrano pudo cumplir con su
promesa de devolverles la ciudad de Jujuy a sus habitantes.
Belgrano comenzó a soñar con Potosí.
[ 99 ]
�El general argentino envió a su vanguardia al mando de
Díaz Vélez, quien entró a la ciudad el 7 de mayo y preparó
las condiciones para que Belgrano arribara doce días después.
El General no sabía cómo lo iban a recibir en esa tierra
realenga, ni los criollos y naturales ni los gachupines, seguramente todos o casi todos realistas. Con los primeros no
hubo dudas; salvo excepciones no contrarias a la adhesión
sino proclives al ostracismo y la indiferencia, se fue cumpliendo con el objetivo de enrolar combatientes a la causa.
Sobre el otro bando, los oficiales patriotas que se alojaron
en casas peninsulares como la del vizcaíno Irueta, o las de
los Cires o Arroyo, comentaban en los ámbitos señoriales,
convertidos en improvisados vivaques citadinos del estado
mayor de Belgrano, que no solamente los agasajaban con los
más altos conceptos del protocolo social de la aristocracia
europea, sino que los referentes jefes de familia expresaban
sus respetos y admiraciones hacia el general. También había
casas de patriotas, como la de Urquijo en donde se recibían
las mayores expresiones de admiración y apoyo al jefe de la
causa revolucionaria que había llegado a la ciudad.
Algún oficial desconfiado alertaba: –Estemos alerta
con estos chapetones que nos atienden tan bien. Estarán
viendo cómo y dónde darnos el zarpazo.
El general Belgrano se reía ante este tipo de comentarios y respondía a sus oficiales:
–Asumamos que los españoles también están divididos. Una cosa son los realistas y otra los liberales constitucionales; entre estos últimos tengo unos cuantos amigos
[ 100 ]
�que espero puedan llegar a ser aliados nuestros o se pasen
directamente a nuestras filas.
Precisamente en la casa señorial de Urquijo alojaron
al general argentino. Lo agasajaron con una suculenta y
exquisita carbonada y de postre arroz con leche con pastelillos de zapallo. Buenos vinos españoles y franceses contribuyeron a digerir la comida.
Belgrano había llegado allí con esfuerzo y sacrificios. Era
una posta importante en su plan de llegar al Perú. La estrategia motivadora que lo hiciera transitar Las Piedras, Tucumán
y Salta la mantenía con mayor énfasis en Potosí, un paso más
adelante en sus objetivos. En rigor, tenía sus ojos puestos sobre
Lima y aspiraba a extender la revolución por toda la América
del Sur. Una gran convicción al respecto se fortalecía con los
últimos hechos. Y esa misma convicción lo endurecía. Él iba
a actuar con el enemigo como actuara Castelli cuando fusiló
allí en Potosí a Sanz, Nieto y Córdoba, esos militares godos
represores. Esta era una guerra cruel y a muerte.
Pero todo era más difícil: tanto el mantener eficiente la
logística de su ejército, como sostener su propia disposición
física y anímica para sustentar el mando que su responsabilidad le exigía. Ayudó mucho a su estado general de salud
y de ánimo el recibir una carta de María Josefa Ezcurra, ya
instalada en Buenos Aires, en la que le confirmaba que estaba embarazada y que estaba muy bien y feliz. Hacía votos
para que la campaña en el norte terminara lo más pronto
posible, para que él pudiera regresar a Buenos Aires para
estar con ella y su futuro hijo.
[ 101 ]
�“¿Cuándo terminará esta campaña, Dios mío?”, se preguntó. “¿Cómo terminará? ¿Con qué resultado final? ¿En
qué condición volvería yo a Buenos Aires? ¿Volveré a Buenos
Aires algún día?” Otras porfiadas preguntas sin respuestas.
En Potosí Manuel se mostró multifacético, y veló por la
administración pública, disciplinó su ejército y dio preponderancia a los indígenas como auxiliares activos del mismo.
Potosí era un derrame de riquezas. Superaba en arquitectura, obras y exhibiciones ornamentales en balcones,
iglesias y teatros, a muchas ciudades europeas. Sus puentes,
diques, lagos artificiales, sus sesenta iglesias eran muestra de
la riqueza conseguida a través de las más de cuatro mil bocas
de minas en el cerro maldito. La plata allí extraída alimentaba a los banqueros alemanes salvando las magras comisiones
que quedaban en Madrid. Por todo eso también era lugar de
concentración de la aristocracia del Alto Perú.
Pero como contrapartida, era la tumba de miles de indígenas que pagaban con su muerte el sistema de enrolamiento que, a través de la mita, los españoles ejercían por
la fuerza en sus comunidades. Había que rescatar a esos
indígenas. Para ello dispuso que se asignaran traductores
para que explicasen a esos sufridos seres humanos qué traía
la revolución. Además de rescatar a esos esclavos, que en
el estado en que estaban no servían como combatientes,
había que rescatar el valor económico de lo producido en
el cerro para las arcas de la revolución.
Belgrano tenía que proponer a sus oficiales del Estado
Mayor un plan militar para enfrentar a las fuerzas realistas
[ 102 ]
�de José de La Serna. Lo angustiaba la dificultad que surgía
de los planos y los informes que le acercaban sus colaboradores: un terreno endiablado, complicado para pensar en desplazamientos de sus fuerzas en condiciones normales. Cada
montaña que aparecía en el mapa era una trampa mortal
para su ejército, si no consideraba alternativas a los desplazamientos propios y los del enemigo. Su plan contemplaba
atacar de frente a de La Serna, saliendo él directamente de
Potosí, contando con que por la espalda de los españoles los
atacaran el coronel Cárdenas, desde Chayanta, con sus dos
mil indios, y el coronel Zelaya, desde Cochabamba, con sus
mil doscientos criollos, insurreccionando a todas las indiadas
en sus recorridas. De triunfar, sería la pérdida total del Alto
Perú para los realistas, y su confinamiento en Lima, cercados
por las fuerzas argentinas y, soñaba, también por los revolucionarios de Quito y Nueva Granada. Pero para que este
plan triunfase, debería, además de superar el soroche en la
altura, sortear sin desmadrarse los infinitos escollos de esa
topografía inhóspita y llegar frente a las fuerzas enemigas en
las mejores condiciones físicas para el combate. Además esos
parajes eran familiares para los realistas, allí habían instalado
sus cuarteles y sus combatientes indígenas eran naturales de
esa región, todo lo cual era una gran desventaja.
En ese año de 1813 el contexto revolucionario en Sudamérica era complicado: habían fracasado las revoluciones
de Quito, Perú y Caracas. Chile y la Banda Oriental estaban en manos realistas. El imperio brasileño se mantenía
agazapado frente al Río de la Plata.
[ 103 ]
�En el ex virreinato el triunfo de Salta cambió la situación militar, política y social de todo el Alto Perú. Los
españoles asentados en Jujuy, al mando del general Tacón,
se retiraron hacia Tupiza. Goyeneche había dejado Potosí
el 1 de marzo de 1813 librado a su suerte y partido rumbo
a Oruro. Le planteó un armisticio a Belgrano, quien se lo
concedió por cuarenta días, sin desmedro de que el Ejército
Auxiliar del Norte siguiera avanzando. Los realistas asentados en Chuquisaca abandonaron sus defensas para unirse a Goyeneche. Comenzaba a cundir entre los godos el
miedo a las fuerzas revolucionarias. El virrey, desde Lima,
aceptó la renuncia de Goyeneche y nombró en su lugar al
general Joaquín de la Pezuela.
El Cabildo de Potosí, aprovechando la partida de Goyeneche, y a la espera de las fuerzas patriotas, nombró gobernador interino a Buenaventura Salinas, quien se puso
inmediatamente a las órdenes del Ejército Auxiliar del
Norte. El Cabildo de Chuquisaca felicitó a Belgrano por la
victoria de Salta poniendo la ciudad a sus órdenes y preparando un contingente de cuatrocientos hombres, al mando
del teniente coronel Juan Antonio de Asebey, para que se
incorporase al Ejército en operaciones. En Santa Cruz de
las Sierras el coronel patriota Antonio Suárez recuperó la
ciudad y asumió la intendencia. El 11 de marzo los realistas se retiraron de Cochabamba y el gobernador intendente Francisco José de Recabarren envió una carta a Belgrano
para ponerse a sus órdenes.
[ 104 ]
�Se sumaban voluntades lo que incrementaba las fuerzas de la revolución en el Alto Perú. Belgrano contaba
con nuevos combatientes, entre soldados de línea y los expertos jinetes de Güemes reclutados en Salta, Tucumán,
Santiago del Estero y Catamarca.
Al llegar el grueso del Ejército, lo primero que hubo
que resolver fue el acantonamiento del mismo, lo que
se llevó a cabo en parte en barracones donde dormían
amontonados los pobres indios reclutados en la mita, y en
parte en playones enormes que se usaban para descargar
materiales en la labor en las minas.
Manuel, acompañado de Dorrego y Díaz Vélez, inspeccionaba el nuevo contingente formado en la ocasión
con las incorporaciones enviadas por el gobernador interino. Iban departiendo distendidamente.
–Aquí en este cerro está la reserva de la riqueza de
España –comenta Dorrego, refiriéndose al cerro de Potosí
que avistaban desde donde estaban.
–No solamente aquí, coronel –corrigió Belgrano–.
Además de la enorme cantidad de plata que España extrae
en este cerro, están las minas de plata y oro de Atacama,
Carangos, Luje, y tantas más. Tengo al respecto un informe
detallado que me enviara el gobierno.
–Por toda esa riqueza es que los godos no quieren perder el Alto Perú –agregó Díaz Vélez.
–Para Lima el Alto Perú es estratégico –dijo Manuel–.
Si se lo quitamos, el poder virreinal se derrumbará como un
castillo de naipes.
[ 105 ]
�Mientras dialogaban iban observando la formación de
los nuevos combatientes. De esos hombres sin uniformes,
sin armamento, sin disciplina, debían hacer nuevos soldados para la Patria. Menuda tarea en medio de la guerra,
pero ya habían aprendido el oficio; así era aquello, plagado
de dificultades y con tiempos perentorios.
–Ahora –continuó Belgrano–, aprovechando nuestra superioridad y la dispersión del enemigo, deberemos construir
la administración revolucionaria. Tenemos que nombrar gobernadores en Potosí, en Cochabamba, en Santa Cruz de las
Sierras, y Presidente de la Audiencia de Charcas.
–¿Y a quiénes echará mano para cubrir semejantes responsabilidades, general? –preguntó Dorrego.
Manuel observó sonriente a su subalterno, como si hubiese preguntado una ingenuidad: –En principio no nos
queda otra que apelar a nuestros oficiales, coronel.
–Pero eso es como desvestir a un santo para vestir a
otro –dice Díaz Vélez.
–Así es. Lo bueno es tener siempre santos desnudos
que poder vestir.
Se rieron de la ocurrente respuesta de Manuel.
Belgrano confiaba en los indígenas y sabía del desafío
enorme que era ganarlos para la causa de la revolución. En
Potosí había recibido al cacique chaqueño Cambay, quien
combatiera contra los godos en Santa Cruz de la Sierra. Lo
recibió con todos los honores, como a un hermano de lucha
que era. Cambay le ofreció dos mil guerreros, lo que Belgrano aceptó con gusto. Ese encuentro y alianza repercutió
[ 106 ]
�en toda la sierra, lo cual incrementó más aun la fama del
general. El drama era que la mitad de los capitanejos con sus
montoneras revistaban en los ejércitos realistas y, por ahora,
los Cambay eran apenas un puñado.
Vilcapugio y Ayohuma
Belgrano recibió unos cuadernillos redactados por
el General San Martín, en los que le aconsejaba diversas
tácticas de guerra moderna en las distintas armas. Habían
hecho una práctica la costumbre de escribirse, a partir de
declararse mutuamente admirador uno del otro. Le contestó inmediatamente:
“¡Ay! Amigo mío, ¿qué concepto se ha formado usted
de mí? Por casualidad, o mejor diré, porque Dios ha querido, me hallo de general sin saber en qué esfera estoy: no ha
sido esta mi carrera, y ahora tengo que estudiar para medio
desempeñarme, y cada día veo más y más las dificultades de
cumplir con esta terrible obligación”. Refiriéndose a los consejos de San Martín agregaba: “Creo a Guibert el maestro
único de la táctica, y sin embargo, convengo con usted en
cuanto a la caballería, respecto a la espada y lanza”. Y terminaba diciendo: “Me privo del 2° cuaderno, de que usted me
habla: la abeja que pica en buenas flores proporciona una
rica miel; ojalá que nuestros paisanos se dedicasen a otro
tanto y nos diesen un producto tan excelente como el que
me prometo del trabajo de usted, pues el principio que vi en
el correo anterior, relativo a la caballería, me llenó.”
[ 107 ]
�El ejército realista iba concentrando sus fuerzas dispersas en Oruro, incluyendo a los rendidos y liberados bajo
juramento en Salta. ¡Qué hombre de honor justificaría que
los mismos juramentados en no levantar las armas rendidas
fueran los oponentes en los próximos combates!
Los españoles decidieron mover las fuerzas hacia Potosí, al encuentro del Ejército Auxiliar del Norte. A principios de septiembre, Belgrano no esperó y salió al encuentro
de los godos. Llevaba deficiente artillería, reclutas nuevos
y escasas mulas para el transporte. Afortunadamente contaba con el aporte decisivo de Padilla y Azurduy quienes
se encargaron del transporte de las cureñas de los cañones
y pertrechos por los desfiladeros de las montañas. A los
problemas logísticos se sumaba el estrago que la fiebre terciana producía en sus hombres. Manuel había destacado
al coronel Baltasar Cárdenas al mando de dos mil indios
mal armados y al coronel Cornelio Zelaya con las fuerzas
de Cochabamba, con la orden de sublevar las poblaciones
indígenas situadas a espaldas de los españoles. Pero los realistas los aventajaron, los cercaron e hicieron fracasar tal
misión, sin que Belgrano se enterara.
Se encontraron los ejércitos en la pampa de Vilcapugio,
situada entre altas montañas, el 27 de septiembre. Pezuela,
al mando de los realistas, contaba con cinco mil hombres
y dieciocho piezas de artillería. Anticipándose a la llegada
de refuerzos que esperaba Belgrano, producto de la misión
de los coroneles Cárdenas y Zelaya, y que nunca llegarían,
Pezuela lo atacó por sorpresa. Eran las seis de la mañana
[ 108 ]
�del 1° de octubre de 1813. Ambos ejércitos se trenzaron
en combate. Las secciones veteranas patriotas hicieron retroceder las columnas realistas, avanzando con bayoneta
calada, pero el ala derecha española desbordó y derrotó al
ala izquierda argentina en un sangriento cuerpo a cuerpo.
El combate era feroz, cada uno, en cada bando, luchaba
contra un soldado enemigo, poniendo su atención en él, sin
saber si el que tenía al lado o detrás era otro enemigo o un
compañero. Tan cerca estaban uno del otro que se olían la
grasa de los cueros y metales de sus uniformes y pertrechos.
La tragedia fue que la batalla ya estaba decidida en
favor de los argentinos cuando una inexplicable clarinada
patriota llamó a reunión, lo que desbarató la persecución
del ejército realista que estaba en retirada. Se supo luego
que el responsable del toque a reunión y de la derrota fue
el sargento mayor Ramón Echeverría. El mal ya estaba hecho. Esto lo aprovechó muy bien Pezuela, que era mejor
que Tristán y Goyeneche juntos. Envió en arremetida a un
escuadrón de caballería al mando del coronel Saturnino
Castro. Los argentinos, confundidos, terminaron desbandándose. El ejército realista se reorganizó, y continuó cañoneando la posición de las pocas tropas que quedaban en
el campo de batalla.
Ante la inminente debacle Belgrano ordenó agruparse
a las fuerzas que aún combatían. Logró reunir, en una audaz maniobra, subiéndose a un morro con la bandera en su
mano como referencia, a unos trescientos soldados, al mando de Eustoquio Díaz Vélez, Gregorio Perdriel y Lorenzo
[ 109 ]
�Lugones. El resto se desbandaba por doquier, en medio del
intenso cañoneo del enemigo. El combate duró todo el día.
El sol se había inclinado demasiado al ocaso y el ejército de la patria en aquella desgraciada hora, reducido a
miserables restos, se apiñó en torno de su general.
Aún estupefacto, Belgrano se mantenía mudo, sin comprender cómo pudo habérsele escabullido la victoria de esa
manera. Pero pronto reaccionó y dijo a sus hombres: –Soldados: ¿conque al fin hemos perdido después de haber peleado
tanto? La victoria nos ha engañado para pasar a otras manos,
pero en las nuestras aún flamea la bandera de la patria.
Recién cuando las sombras comenzaron a oscurecer las
puntudas montañas, echando sombras sobre los cadáveres
tendidos en la meseta donde se combatiera, los patriotas pudieron emprender la retirada más o menos organizadamente. Belgrano iba transitando su viacrucis, afiebrado y casi sin
fuerzas para continuar esa retirada, ni siquiera cabalgando al
paso. Cuando estuvieron suficientemente alejados del enemigo se detuvieron en una hondonada que parecía refugio
seguro para descansar. Allí, atento a su jefe, el guaraní Luriel
le llevó la bota con la quina-quina mezclada con vino, ya
que veía que estaba agotado y afiebrado. Belgrano aprovechó para escribir su parte de guerra. Le lastimaba el corazón
tener que informar a Buenos Aires de esa derrota, después
de que el entusiasmo por sus triunfos anteriores exaltara el
ánimo de los patriotas en el Río de la Plata. Tuvo que reconocer que sufrieron mil quinientas bajas aproximadamente
según las apreciaciones de sus oficiales, más de cuatrocientos
[ 110 ]
�fusiles perdidos y todo el parque de artillería, que no pudieron llevar en su retirada. Era un día de luto para la Patria.
Manuel envió a Díaz Vélez y al coronel Araoz a ubicar y
reorganizar las tropas dispersas. En esa misión fueron escoltados por la caballería de Padilla y Azurduy. Belgrano se retiró hacia Macha. Él, sus oficiales y soldados iban contristados con los ánimos a nivel de las herraduras de sus caballos.
Al día siguiente se le unió Zelaya con los cochabambinos y en Macha, Ortiz de Ocampo. Recompuso su ejército
con alrededor de tres mil hombres.
Desde Macha destacó Belgrano a Lamadrid para que
hiciera circular en las provincias la orden de alistar armas,
hombres y recursos con qué recomponer el ejército deshecho. Lamadrid dio cumplimiento a su misión marchando
de día y de noche, sin descanso, atacando las partidas reales
que fue encontrando a su paso, haciendo incluso prisioneros.
En pos de su destino partió Belgrano hacia Ayohuma. Su fiebre interna producto de su paludismo, y su fiebre
externa debido a su impotencia por haber sido derrotado,
poniendo en peligro la revolución, lo consumían en medio
de una batalla feroz contra su razón. Además, a los buenos planes que pudiera concebir, se oponía la topografía
despiadada del Alto Perú, donde cada montaña ocultaba
decenas de trampas mortales, y así de seguido en esas marchas agotadoras.
A los realistas estos parajes les eran familiares; en ellos
habían asentado sus cuarteles generales; sus soldados indígenas estaban en su hábitat y los mejores baquianos los
[ 111 ]
�asistían. Por el contrario, el Ejército Auxiliar del Norte no
estaba acostumbrado a desplazarse superando tantos accidentes, y Belgrano, si bien lo intentó, no alcanzó a cumplir
su aspiración de formar el grueso de su ejército con naturales de esas comarcas. Los que se había incorporado el
día anterior a Vilcapugio, más de dos mil, no alcanzaron a
entrar en batalla dada la dinámica del combate y la falta de
armas y entrenamiento.
A Ayohuma llegó el nueve de noviembre, tanto él como
su gente con la moral muy baja. A pesar de contar con 8
piezas de artillería y 3.400 hombres, solo estaban aptos para
combatir unos 2.000. El general español Joaquín de la Pezuela apareció unos días después con 3.500 hombres y 18
piezas de artillería. El enfrentamiento fue desigual y sangriento. Allí combatió con bravura Juana Azurduy al frente
de sus “Leales”, ubicada en el flanco derecho de la caballería. Y también combatieron la capitana María Remedios
del Valle y otras mujeres auxiliares, primero como enfermeras y aguateras, y finalmente con los fusiles en las manos,
arrancados a los muertos. En Ayohuma fue echa prisionera
la capitana del Valle, conocida por los soldados con el apodo de “Madre de la Patria”. El ejército patriota sufrió 400
bajas y 800 heridos; entre los muertos figuró el coronel José
Superí, alcanzado por una bala de cañón, y entre los heridos
el capitán Carlos Forest.
En Ayohuma se perdió todo el parque de artillería. La
derrota fue contundente. Belgrano se retiró con el resto de
su tropa hacia Jujuy.
[ 112 ]
�La derrota sufrida y la angustia que embargaba a Belgrano por la muerte de valerosos soldados no le impidieron
reconocer la valentía y entrega de los que se habían destacado, entre ellos Juana Azurduy, a quien le obsequió, como
reconocimiento, su sable personal, el que venía empuñando
en todas sus batallas.
El Alto Perú volvió a quedar en manos realistas. Sin
embargo, le costó seis meses a Pezuela entrar a Jujuy, lo que
logró el 27 de mayo de 1814.
Cartas y reflexiones de Belgrano
Después de salir de su pésimo estado de ánimo, de convencerse en parte, producto de la insistencia de sus oficiales
y amigos, de que él fue un digno jefe conduciendo a valientes que todo dieron de sí, de que estaban combatiendo
contra uno de los más experimentados ejércitos europeos,
después de todo eso, Belgrano le escribió a San Martín:
“He sido completamente batido en las pampas de Ayohuma, cuando más creía conseguir la victoria; pero hay constancia y fortaleza para sobrellevar los contrastes, y nada me
arredrará para servir, aunque sea en clase de soldado por la
libertad e independencia de la patria. Somos todos militares
nuevos con los resabios de la fatuidad española, y todo se encuentra menos la aplicación y constancia para saberse desempeñar. Puede que estos golpes nos hagan abrir los ojos, y viendo los peligros más de cerca tratemos de hacer otros esfuerzos
que son dados a hombres que pueden y deben llamarse tales”.
[ 113 ]
�Después de Ayohuma el gobierno decidió separar de su
cargo a Manuel Belgrano. Lo hacía responsable de las dos
derrotas sufridas. Ante esta situación San Martín trató de
convencer de que no fuese separado de la fuerza ya que, según su opinión, se trataba del general más capaz entre los que
había para dirigir la fuerza emplazada en el lejano norte. Así
se lo hizo saber por escrito al gobierno: “Belgrano es el más
metódico de los que conozco en nuestra América, lleno de
integridad y talento natural; no tendrá los conocimientos de
un Napoleón Bonaparte en punto a milicia, pero créame usted que es lo mejor que tenemos en la América del Sur”. Pero
su pedido no tuvo eco y San Martín fue designado al frente
del Ejército del Norte. Belgrano se encontraba en Jujuy y, si
bien no conocía a su nuevo superior, tenía información sobre
su grandeza, patriotismo y el deseo de libertad e independencia que poseía y ya se consideraba su amigo, sentimiento
que sabía mutuo a través de las cartas intercambiadas. El 17
de diciembre de 1813, enterado del nombramiento, le escribió la siguiente misiva:
“No sé decir a usted cuánto me alegro de la disposición
del Gobierno para que venga de jefe del auxilio con que se
trata de rehacer este ejército; ¡ojalá que haga otra cosa más que
le pido, para que mi gusto sea mayor, si puede serlo!: Vuele, si
es posible; la patria necesita que se hagan esfuerzos singulares,
y no dudo que usted los ejecute según mis deseos, y yo pueda
respirar con alguna confianza, y salir de los graves cuidados
que me agitan incesantemente. No tendré satisfacción mayor
que el día que logre estrecharle entre mis brazos, y hacerle ver
[ 114 ]
�lo que aprecio el mérito y la honradez de los buenos patriotas
como usted de quien soy sinceramente su servidor.”
En otra carta le recordaba que lo había solicitado
cuando estaba en Tucumán: “Lo pedí a usted desde Tucumán; no quisieron enviármelo; algún día sentirán esa
negativa; en las revoluciones, y en las que no lo son, el
miedo sólo sirve para perderlo todo”. Más adelante confesaba que él solo era un abogado devenido por las circunstancias en General: “… esto es hablar con claridad
y confianza; no tengo ni he tenido quien me ayude, y he
andado los países en que he hecho la guerra como un
descubridor, pero no acompañado de hombres que tengan
iguales sentimientos y pericia militar; se agrega a esto la
falta de conocimientos militares”. Y agrega que al venir
San Martín iba a ser “no solo amigo, sino maestro mío,
mi compañero, y mi jefe.”
En ese tiempo de espera del nuevo jefe, Belgrano tuvo
tiempo para reflexionar y volcar sus conclusiones ante su
segundo, Díaz Vélez. Ambos jefes solían pasear caminando, dejando sus custodias relativamente alejadas para que
no interrumpieran su privacidad.
–Para imponer la revolución y un gobierno patrio nacional que sea reconocido –decía Manuel– hay que ganar
a la masa indígena. No alcanza con el heroísmo de los Padilla, porque hay muchos jefes indios que revisten en los
ejércitos godos.
El sol se estaba poniendo tras las montañas y había
amainado el calor. Iban caminando entre espinillos, alga-
[ 115 ]
�rrobos y cardones, rodeados de incanchos, cuervillos de
la quebrada, cardenales y jilgueros que volaban de árbol a
árbol interpretándoles a los militares sus optimistas melodías. Al paso de los oficiales, debajo de unos yuyos, salieron
espantadas unas perdices coloradas.
–Llevará tiempo lograr la confianza de los naturales de
aquí –respondió Díaz Vélez– e incluso de muchos criollos
ladinos.
–Yo pienso que la solución integral pasa por instituir una
monarquía constitucional incaica que reine en toda Sudamérica. Algo así, con un soberano Inca al frente, lograría de
inmediato la adhesión de toda la masa indígena.
Eustoquio lanzó una carcajada: –Usted delira, general.
En Buenos Aires una propuesta de ese tipo no lograría
captar apoyos.
–Habrá que aguardar las condiciones para instalar un
congreso de representantes de toda Sudamérica o gran
parte de ella. Tal vez cuando eso suceda una propuesta
como esta podría tener aceptación; sobre todo si en un
hipotético congreso como el que propongo tuviesen una
gran representatividad los pueblos originarios. ¿Se imagina
lograr una institucionalidad única para toda Sudamérica,
aunque al principio fuese a partir de una monarquía constitucional?
–No descartemos una democracia parlamentaria.
–Es cierto, mayor general. Pero para eso lo primero es
educar al pueblo. Ninguna forma democrática, republicana,
triunfará sobre la existencia de la ignorancia y el analfa-
[ 116 ]
�betismo general. Hay que poner escuelas de primeras letras costeadas de los propios y arbitrios de las Ciudades
y Villas, en todas las Parroquias de sus respectivas jurisdicciones, y muy particularmente en todas estas vastas y
olvidadas regiones.
Belgrano se calló un momento. Miraba hacia las faldas
de los cerros que comenzaban a estar en penumbras, pero
en realidad miraba sus trabajos escritos en el Consulado
allá por 1798. Díaz Vélez lo escuchaba con atención.
–Uno de los principales medios que se deben aceptar
a este fin son las escuelas gratuitas, donde pudieran los infelices mandar a sus hijos sin tener que pagar cosa alguna
por su instrucción. Allí se les podría dictar buenas máximas
e inspirarles amor al trabajo, pues en un pueblo donde no
reine este, decae el comercio y toma su lugar la miseria.
–Uno tiene la tendencia –aportó Díaz Vélez– a priorizar el logro de la independencia, sin preocuparnos sobre
qué propuestas sustentamos para luego autogobernarnos.
–Es que si no derrotamos y expulsamos a los chapetones de Sudamérica, nada podremos hacer. Debemos actuar
simultáneamente: zona que liberamos, zona en la que armamos gobiernos, decretamos la educación bilingüe para las
culturas originarias y un plan integral de entrega de tierras.
Ya era noche cerrada por lo que las custodias se acercaron a sus jefes y estos se quedaron sin privacidad para sus
charlas. Decidieron regresar a la vida placentera de la casa
reparadora. Ya el frío puneño, la oscuridad y el silencio de
los pájaros anunciaban el reinado de la noche.
[ 117 ]
�En su mesa de trabajo, Manuel le escribía su última
carta a San Martín, diciéndole: “Mi corazón toma aliento
cada instante que pienso que usted se me acerca, porque
estoy firmemente persuadido de que con usted se salvará la
patria, y podrá el ejército tomar un diferente aspecto. Empéñese en volar, si le es posible, con el auxilio, y en venir no
solo como amigo, sino como maestro mío, mi compañero y
mi jefe si quiere, persuadido que le hablo con mi corazón,
como lo comprobará la experiencia”.
Guardó la misiva en un sobre y llamó para que un jinete la llevara. Una angustia reprimida le estrujaba el corazón.
Yatasto nuevamente
Hacía casi dos años que Belgrano había recibido allí
el mando del Ejército Auxiliar del Norte, o del Perú, de
manos de Pueyrredón. Ahora le tocaba depositar ese
mando en manos del coronel San Martín. Sentimientos
contradictorios bullían en la cabeza de Manuel: por un
lado la recurrente desazón de sentir que había fracasado,
juicio que no compartían ni sus oficiales ni el propio San
Martín, quien le manifestara su admiración por medio
de misivas. Por otro lado sentía la alegría y el entusiasmo
de que San Martín se hiciese cargo de sus tropas. Estaba
convencido, y así se lo había hecho saber por escrito, que
era el militar indicado para ganar la guerra del norte.
Por las noches, en la soledad de su alcoba, luchaban denodadamente en su mente su sentimiento de responsabili-
[ 118 ]
�dad por las derrotas contra la voz interior que le recordaba
sus actitudes revolucionarias, sus disposiciones a asaltar el
objetivo que la Patria le requiriera sin medir si estaba o no
en condiciones. No encontraba respuesta a las contradicciones planteadas.
Desechando esas angustias que lo acosaban, se dedicó
a ponerse bien, a recomponer su organismo para recibir al
héroe de San Lorenzo con su mejor prestancia.
El sol comenzaba a declinar cansado ya de haber calentado esas tierras durante todo el día, haciendo llegar la temperatura a valores muy altos, los que por suerte habían ido
bajando hasta ese momento, en que una brisa leve le daba
un toque agradable a esa tarde que pronto se haría noche.
Algunas nubes negras preanunciaban prontas lluvias.
Belgrano llegó a la posta con una fuerte agrupación
de sus mejores soldados. Había desvestido y desarmado a
muchos otros para que estos que aquí formaban lucieran
como el mejor ejército. Quería recibir a San Martín con
los mayores honores. Había ordenado pasarle a la posta
una nueva mano de cal a las paredes de adobe encalado y
limpiar las habitaciones interiores.
Don José, como ya le decían, llegó con una apreciable escolta. Se apeó –ya lo había visto a Belgrano parado
solo delante de su tropa– y se dirigió con paso firme a su
encuentro. Iba vestido con un impecable uniforme militar,
con dorados en sus charreteras de coronel y botones, un
blanco correaje que sujetaba a su izquierda la funda de su
sable corvo, un gorro bicornio costal azul con galones tam-
[ 119 ]
�bién dorados y unas lustrosas botas negras altas. Inconscientemente Belgrano envidió ese uniforme, al compararlo
con el suyo, remendado y desteñido por el sol y las lluvias.
El abrazo que se dieron, antes de decirse alguna palabra, fue una muestra física del aprecio y respeto que se
profesaban mutuamente. Belgrano lo invitó a pasar al salón
principal de la posta y a partir de allí comenzaron a tratarse
de don José y don Manuel.
–Es una alegría enorme conocerlo personalmente general –le dijo el recién llegado al que lo recibiera.
–La alegría es mía, coronel. Siéntese, por favor. Me gustaría agasajarlo con algo después de tan extenuante viaje:
puedo servirle un brandy, que generosamente me obsequió
para ofrecérselo a usted Feliciano Chiclana, gobernador de
Salta; dice que se lo apropiaron a los godos; y si no, unos
buenos amargos con yerba misionera.
–Agradézcale a Chiclana de mi parte su generosidad
y simbolismo por tratarse de un brandy arrancado a los
realistas, pero a estas horas prefiero el mate, don Manuel.
Belgrano hizo señas a Luriel, quien aguardaba en la cocina en donde alimentaba las llamas de un bracero, y este
se abocó a preparar la infusión. La habitación en la que estaban era la más amplia del caserón; había sido limpiada y
acondicionada para este encuentro; tenía una enorme mesa,
dos fuertes sillas en las que se sentaron los militares y una
pequeña mesita y silla en la cocina, donde Luriel maniobraba los elementos para el mate. Aparte de los dos generales y
el guaraní, no había nadie más dentro de la posta; afuera sí
[ 120 ]
�existía una fuerte custodia, en realidad innecesaria ante tanta
concentración de soldados.
–Nobleza obliga –dijo Manuel–. Quiero agradecerle,
antes que nada, los cuadernillos que usted redactara y me
enviara al comenzar yo la campaña sobre el Alto Perú. Esas
opiniones de maestros de la guerra me fueron de mucha
utilidad; sobre todo los consejos sobre las mejoras que convenía introducir en la organización de las diversas armas,
especialmente en la caballería. Queda claro que es más útil
una caballería armada de lanzas que con armas de fuego;
eso lo asimilé y lo apliqué con eficacia.
–¡Sabía que así iba a ser! –Luego de ese intercambio
San Martín arrancó con lo que le interesaba plantearle–.
Vengo a pedirle órdenes como su subordinado –le espetó
con franqueza mirándolo a los ojos.
–¡Por favor, don José! Sé que usted tiene que relevarme,
y yo lo veo, además de como mi sucesor, como mi maestro
y el salvador de la Patria en estos parajes.
–Le confieso, don Manuel, que me repugna asumir el
mando en jefe, humillando a un general ilustre como usted
y ofendiendo a oficiales valerosos de este glorioso y desgraciado ejército. Así se lo he mandado a decir al gobierno.
–Ni usted ni yo, general –dijo Belgrano–, podemos
darnos el lujo de desobedecer a este gobierno débil y contradictorio, si es que no queremos contribuir a la anarquía.
San Martín había escrito a Buenos Aires negándose a
asumir el recambio y el gobierno le había contestado con
un emisario enviado para comunicarle personalmente que
[ 121 ]
�el Gobierno consideraba una necesidad militar la remoción
de Belgrano y el mando en jefe de San Martín, una conveniencia pública. Le sumaron a la orden una carta donde contestaban específicamente sobre el argumento de San
Martín que razonaba sobre el “disgusto que ocasionaría en el
esqueleto del Ejército del Perú su nombramiento de Mayor
General”. “Tenemos un gran disgusto”, le respondieron, “por
el empeño de usted en no tomar el mando en jefe, y crea que
nos compromete mucho la conservación de Belgrano”.
Luriel acercó su sillita para cebarles mate. San Martín le pidió porongo y pava: –Gracias, cabo–. Nosotros nos cebaremos.
Belgrano aprovechó para presentarle al guaraní: –El
cabo se llama Luriel, es misionero y nos acompaña desde la
expedición al Paraguay. Luriel se cuadró y don José le extendió su mano.
–Me alegra conocer a un combatiente de esa admirable
campaña –dijo.
–Campaña que fue denostada por el gobierno que me
puso como chivo expiatorio –aclaró Belgrano–. Cabo, espere afuera; cualquier cosa que necesitemos lo llamaremos.
Luriel, sin decir palabra, se cuadró y retiró discretamente.
–Hay veces –dijo don José– que quienes nos gobiernan
parecen ser continuadores de los que gobernaban antes y
logramos echar. Y mandan sin saber mandar a la distancia.
Y no entienden las decisiones que tomamos los que, urgidos por las necesidades, actuamos en soledad sin consultar
porque no hay tiempo para ello. A usted, general, no le
perdonaron querer reafirmar la independencia creando una
[ 122 ]
�bandera, y mucho menos la liberación de prisioneros después del triunfo de Salta.
–Es cierto. Todavía hay patriotas que no quieren desprenderse de la máscara de Fernando para gobernar.
–¡Es una actitud ingenua! –se sonrió San Martín–. Temen que si se descubre la intención de ser libres les caerá
toda la Santa Alianza encima.
–Y en eso de los prisioneros –agregó Belgrano– no entienden que a veces las actitudes magnánimas pesan más
que ganar un combate. Tengo información de la región del
Cuzco donde muchos oficiales y combatientes oriundos de
allí regresaron de Salta influenciados por nuestras ideas revolucionarias. El oficial americano José Angulo, uno de los
por mí liberados, encabezó la insurrección en el Cuzco, que
implantó un gobierno provisional compuesto por tres individuos. Esta insurrección produjo un terror profundo en
Lima. Pezuela separó de su ejército una división de 1.200
hombres bajo el mando del mariscal de campo Juan Ramírez que marchó prontamente a sofocar ese levantamiento,
lográndolo por cierto con una gran masacre.
Belgrano se calló un instante y luego, con una mueca de
sufrimiento agregó: –Siempre se divierten los que están lejos
de las balas, y no ven la sangre de sus hermanos, ni oyen los
clamores de los infelices heridos… Por fortuna dan conmigo
que me río de todo, aunque también me embronco, y hago lo
que me dicta la razón, la justicia y la prudencia; y no busco
glorias, sino la unión de los americanos y la prosperidad de
la Patria.
[ 123 ]
�Quedaron un instante en silencio. Luego San Martín opinó:
–Coincido totalmente con usted, don Manuel. Además me molesta mucho que nuestro gobierno no conozca
estas informaciones sobre la insurrección en el Cuzco.
–Yo se las he enviado, pero no me consta que las utilicen.
Por eso mismo, don José, no echemos más leña al fuego; yo
mismo solicité oportunamente mi relevo del mando; sabía
bien que la derrota exige siempre su tributo. Asuma usted
como comandante en jefe de este cansado, andrajoso, pero
valeroso y digno ejército y yo seré su humilde subordinado.
San Martín lo miró como sopesando lo que el otro le
aconsejaba. Confirmaba al escucharlo que Belgrano era un
alma franca y generosa; le cebó un mate, se rascó la nuca
como quien se saca decisiones amargas de encima y le dijo:
–Admiro su humildad don Manuel y su serenidad para ver
las cosas. Acepto transitoriamente su consejo; en el interín
será usted el jefe del 1er Regimiento, que sé que es su apreciado regimiento.
–Gracias, querido amigo –dijo Belgrano–. Haremos una
merecida parada para comunicarle al Ejército la designación
de su nuevo jefe.
San Martín se paró, fue hasta la mesita al lado del bracero, cambió la yerba, y mientras lo hacía observó un mapa
de la región que Belgrano había hecho colocar sobre una de
las paredes.
Belgrano vio la mirada del otro y le dijo: –Quisiera informarle el cuadro de situación de la zona, mostrarle los desplazamientos del enemigo y los asentamientos de nuestras fuerzas.
[ 124 ]
�San Martín estuvo de acuerdo. Se pararon ambos frente al mapa y Belgrano comenzó a pasar su informe al ahora
jefe suyo, mientras este cebaba mate.
–Le aconsejo, don José –dijo Belgrano luego de mostrarle el panorama general, que conviene hacerse fuerte en
Tucumán, donde existen mejores condiciones para asentar
un ejército y reorganizarlo logísticamente.
–Habrá que trabajar con la moral y la disciplina –dijo
San Martín y Belgrano asintió agregando:
–Es importante atender el tema de la religiosidad popular, ya que los españoles nos acusan de herejes. Goyeneche fanatizó a sus soldados haciéndoles creer que los que
morían por el Rey eran mártires de la religión y volaban
al cielo a gozar de una eterna gloria. Ese es otro campo
de lucha. No deje usted de implorar a Nuestra Señora de
las Mercedes, nombrándola siempre nuestra generala, y no
olvide los escapularios a la tropa.
–¿Y de sueldos, cómo está la tropa?
–Mal, muy mal. Le confieso que mientras pude me hice
cargo de solventar una parte con mi pecunio personal que
mandé a pedir a Buenos Aires; pero eso duró muy poco.
San Martín profirió una puteada: –Eso también es
inoperancia de un gobierno. ¿Así piensan ganar la guerra?
Tenga seguridad, don Manuel, que los emplazaré en forma
terminante.
Siguieron departiendo como viejos amigos, poniéndolo Belgrano en conocimiento de cuestiones inherentes al
ejército, a su Estado Mayor, a la población, a los indígenas,
[ 125 ]
�a la topografía de la región, y San Martín preguntándole
sobre aspectos puntuales. Esa conversación franca se llevó
el consumo de tres pavas y varias ensilladas del porongo.
Belgrano se puso a sus órdenes en calidad de simple
jefe de regimiento, y dio el ejemplo de ir a recibir humildemente las lecciones de tácticas y disciplina que comenzó
a dictar el nuevo general. Un mes duró en ese cargo hasta
que el gobierno no lo toleró más y lo separó del Ejército Auxiliar del Norte, emplazándolo a viajar sin demoras
a Buenos Aires. Una vez allí sería arrestado y procesado.
La injusticia volvía a enseñorearse sobre Manuel. Él fue
hijo de la revolución, pero también el díscolo incorregible.
Vivió tolerado por gobiernos que siempre lo reprendían y
acusado por Consejos de Guerra que cada tanto lo sancionaban. ¡Hasta por crear la bandera fue amonestado!
El segundo Triunvirato, sin pérdida de tiempo, inició
una causa sumaria para esclarecer qué causas influyeron en
las derrotas de Vilcapugio y Ayohuma y designó una comisión integrada por Ugarteche, Jonte y Justo José Nuñez para
que se instalara en Tucumán a recabar datos y pruebas. A
dicha comisión le ordenó por decreto: “A la Comisión destinada a las Provincias interiores: Siendo sumamente importante el averiguar los motivos de las desgracias sucedidas al
Ejército destinado a las Provincias interiores, en sus dos últimas acciones al mando del General Belgrano, … analizando
por todos los medios la conducta de los jefes que dirigieron
las referidas acciones, … y qué causas hayan influido en su
mal resultado, dando cuenta usted inmediatamente de todo.
[ 126 ]
�Buenos Aires, diciembre 27 de 1813. Juan Larrea. Gervasio
Posadas. Nicolás R. Peña. Manuel Moreno, Secretario”.
Belgrano se reconfortaba con las muestras de cariño,
admiración y respeto de sus camaradas de armas, en encuentros que el propio San Martín se preocupó de organizar. Comenzó su regreso a Buenos Aires, apesadumbrado
y enfermo. En la galera que lo transportaba, con cochero y
postillón más cuatro granaderos de escolta puestos por San
Martín, se preguntaba por qué la discordia, la desconfianza,
el enfrentamiento, que inclusive llegaba hasta el odio, se instalaba entre patriotas, compañeros y amigos. ¿Así pensaban
construir una nueva nación? Esas preguntas rebotaban en su
mente y lo volvían más apesadumbrado y pesimista.
Al llegar a Villa de Luján se agravó su salud y solicitó poder descansar, en carácter de detenido, en una quinta
cercana a Córdoba, gentilmente ofrecida por un amigo. El
gobierno accedió a ello. En esa quinta comenzó a escribir
sus Memorias. Sabiendo que le esperaba un Consejo de
Guerra, le escribió a Gervasio Posadas confesándole que su
defensa ante el mismo se reduciría a decir que él nada sabía
de estrategia y táctica militares, y que, a pesar de eso, sus
paisanos se habían empeñado en hacerlo general.
En contra de la intención del gobierno, la opinión popular erigía a Belgrano en héroe, y no iba a existir fuerza
alguna que osara castigarlo sin arriesgarse al repudio generalizado. Además, la comisión instalada en Tucumán, pese
a la insistencia del Triunvirato, no encontró pruebas concretas que pudieran incriminar a Belgrano con el cargo de
[ 127 ]
�mal desempeño de su función. El Triunvirato decidió entonces sobreseerlo en la causa antes que tener que soportar
otro tipo de problemas.
A Manuel Belgrano le restituyeron todos sus méritos
y honores.
San Martín renunció cuatro meses después alegando
razones de salud, pero ya pensando en abrir la ofensiva por
mar hacia Lima, siendo reemplazado en el Ejército Auxiliar por el coronel José Rondeau. Corría el año de 1814.
La Patria seguía siendo una entelequia.
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Title
A name given to the resource
Libros y folletos
Description
An account of the resource
Ediciones del CCC / EDG
Text
A resource consisting primarily of words for reading. Examples include books, letters, dissertations, poems, newspapers, articles, archives of mailing lists. Note that facsimiles or images of texts are still of the genre Text.
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Title
A name given to the resource
Belgrano: el huérfano de Mayo
Subject
The topic of the resource
HISTORIA ARGENTINA
NOVELA HISTÓRICA
BELGRANO, MANUEL, 1770-1820.
Description
An account of the resource
Fil: López, Horacio Alberto. Centro Cultural de la Cooperación
Creator
An entity primarily responsible for making the resource
López, Horacio Alberto
Publisher
An entity responsible for making the resource available
Desde La Gente
Date
A point or period of time associated with an event in the lifecycle of the resource
2020
Rights
Information about rights held in and over the resource
info:eu-repo/semantics/openAccess
http://creativecommons.org/licenses/by-nc-sa/2.5/ar/
Format
The file format, physical medium, or dimensions of the resource
application/pdf
Language
A language of the resource
spa
Type
The nature or genre of the resource
info:eu-repo/semantics/publishedVersion
info:eu-repo/semantics/book
info:ar-repo/semantics/libro
Coverage
The spatial or temporal topic of the resource, the spatial applicability of the resource, or the jurisdiction under which the resource is relevant
ARG
Identifier
An unambiguous reference to the resource within a given context
ISBN 978-950-860-316-6
Ediciones desde la Gente
Historia Argentina